Mi foto
Ghost. We're all haunted here.

jueves, 25 de abril de 2013

Cuando volvimos a caer.


Ese antiguo dios ha hecho caerse el sol de su cielo metálico. Ha parpadeado tres veces, las bombillas chillando, y se ha caído en mitad del desierto, una nube de polvo lenta y densa mientras se encienden las estrellas, sacadas de su sueño demasiado temprano.

Ese antiguo dios ha traspasado la bóveda, falsa y opaca, con uno de sus rayos y se ha abierto un agujero que deja entrar aires nuevos y de tormenta. Se ha alzado un martillo, tal vez esté a punto de llover y tal vez sea lluvia de la de verdad.

Esa antigua diosa camina entre el jardín de los manzanos que está en la parte alta, donde van a comer los chicos jóvenes los sábados, con sus manteles de cuadros a la manera de la Vieja Gente, y los hombres pelean y pelean y pelean, las manzanas rojas en el suelo y la sangre roja las mancha, y ella se ríe, se ríe.

Aquellos antiguos dioses disparan flechas de lujuria desde todas partes y desatan las pasiones equivocadas, y la masa de cuerpos se retuerce, difusa, vista desde un punto alto. Ojalá estuvieran disparando a ciegas, porque tal vez serían justos.

Las junglas de asfalto hierven cuando los de abajo rugen en su ascenso, mojados por el agua de la laguna Estigia, y vacíos como cáscaras de nuez en las papeleras que nadie usa.

Resuena el clamor más allá de los Muros sagrados de plástico. Una burla que no tendrían en cuenta de no estar enfadados. Tal vez hayan sido las cabras-hombre, tal vez sean cascos de caballo. Los que deben cabalgar, cabalgan, ya sea por tierra o por aire.

Ese antiguo dios levanta el tenedor, sentado en la mesa de un restaurante de marisco, y las olas baten contra los acantilados, intentando tumbarlos, intentando llegar, intentando responder a una llamada antigua y esperada, mientras los que viven cerca gritan y tiemblan, porque no conocen la advertencia, porque en su planeta silencioso no se la contaron, porque la Vieja Gente no dejó pistas cuando se fue de la tierra.

Las grietas se abren como aullidos de chacal, lo Oscuro se agita en alguna parte, porque lo Oscuro no le pertenece a nadie y nadie debería haberlo mandado a dormir hace tantos siglos, porque lo Oscuro es suyo, suyo, suyo, y se agita cómo y dónde y cuándo quiere.

Los últimos hombres se abren las gargantas sobre las aceras, la humanidad dos punto cero, ahora con aún más arrogancia y aún menos motivos para fiarse los unos de los otros, de rodillas frente a un destino al que eran ciegos. El castigo por la arrogancia de los arrogantes, por volver a un planeta que los expulsó.

Ante ellos, bajo ellos, sobre ellos, tras ellos, la destrucción avanza. Los lúcidos entre los lúcidos no lo ven y parpadean ante los antiguos dioses. Tal vez haya alguno que los quería de verdad, y que llore por los hijos de sus hijos, que se fueron y volvieron a intentarlo. Tal vez uno llore, pero ese antiguo dios que cruza la jungla de asfalto esquivando a las arrogantes farolas subido en unas botas con alas de golondrina, se ríe, veloz e irónico.

Diana nació con nombre de diosa y nunca lo supo, y camina por la calle mientras llueven ranas y sangre durante los cinco minutos que dura una lluvia tan hortera, y alza los ojos hasta el agujero por el que se han filtrado. Las ranas, la sangre, el castigo por todos sus crímenes. Diana frunce los labios pintados de un rosa pálido y se encoge de hombros. Bueno y qué, dice la generalización de una generación detrás de otra de hombres y mujeres que creyeron que el mundo volvía a ser suyo para destrozarse los unos a los otros de sus mil infames maneras favoritas. Siempre salimos de esta.

Y a Diana la atropella una valquiria cualquiera, y no es sino otro corazón abierto sobre el asfalto inmundo, viejo y nuevo a la vez.

Otros que no son Diana se quejan porque nadie les había avisado, nadie excepto los primeros hombres, pero quién escuchó a los primeros hombres, los descendientes directos de la Vieja Gente, que volvieron a la Tierra desde el planeta silencioso. Quién, eh, quién.

Hay dos antiguos dioses que pisan el asfalto y algo rompe del todo. Los antiguos dioses se ríen, y se unen a sus carcajadas diez sibilas con traje de prostituta apostadas en diez esquinas diferentes de la jungla de asfalto.

En una habitación de suelo de madera, destartalada y llena de libros y de barajas de tarot que tienen tantos años como la Nueva Sociedad, sentada en su silla de tres patas y con los zapatos de piel de serpiente tan falsa como todo el resto del atrezzo sobre una mesa muy alta, Pitia abre su boca pintada de verde y profetiza el segundo fin del mundo, acompañado de una nube de humo.

Y los primeros hombres se retuercen en sus tumbas de acero.


(No sé bien qué es esto. Un cuento. La  continuación de otro que nunca acabé.)

domingo, 21 de abril de 2013

Just our lifestyle

Te pasas la vida disculpándote. No eres nadie y le importas a la gente (a veces). Eres rayos de sol y algún día te vas a apagar.

Y qué más da(s).

sábado, 13 de abril de 2013

Cuando dejamos Roengroen.

Ya no puedo darte el corazón,
iré donde quieran mis botas.

A las dos semanas de que empezara a llover, se habían largado.

Fue difícil porque ellos eran difíciles. Porque la estructura de una sociedad así era difícil y no se podía salir así como así. Por lo general, no se podía salir y punto. Tal vez el agua había desconcertado a los guardias tanto que no se dieron cuenta, o tal vez Isaac sí que había hecho un pacto con alguna criatura del inframundo.

Tal vez Pandora había llamado a la lluvia.
Aquello era una tontería.
Pero tal vez fuera verdad. Xerxes nunca lo dijo.

La cosa era graciosa porque se habían ido todos juntos, dejando Roengroen atrás, con sus edificios seguros, altos y grises, con sus vidas grises que no tenían nada de malo, sólo porque soñaban con huir y hubieran soñado con huir aunque hubieran vivido en cualquier otra parte. Podría haber sido así. Ningún habitante de Roengroen ha nacido en Roengroen.  Eso lo sabe todo el mundo.

No había niños en Roengroen. No se criaba en la ciudad, porque estaba demasiado cerca del desierto, porque había estado demasiado contaminada. Porque estaba en medio de ninguna parte, justo en el centro de un desierto árido y terrible, conectada por mil carreteras a otras mil ciudades que tenían nombres casi maravillosos y sobre las que sí que llovía. Pero si vivías en Roengroen, no te irías nunca de Roengroen. Nadie quería que le asignasen allí, y, cuando lo hacían, los trenes arribaban a la ciudad llenos de jóvenes que contenían (o no) su resignación. Lo único que podías hacer era querer formar una familia con alguien, que te dieran el permiso y el visto bueno. Y entonces te marchabas lejos, por una de esas mil carreteras a una de esas mil ciudades en las que sí que llovía. Apenas un par de parejas dejaban la ciudad al año. La media estaba en 1'2, pero eso es imposible.

Llegabas cuando rondabas los dieciocho. Sin familia, sabiendo que nunca la volverías a ver, porque Roengroen no admitía visitas. Te habían asignado un trabajo relacionado con el que desempeñabas en tu lugar de origen. Cuando llevabas unos cuantos años ahí, podías escribir una solicitud para abrir un negocio. Había unos cuantos. Muchos trabajaban donde las armas. Pero Roengroen no era conocida por eso.

Desde la Gran Guerra, todos los niños de la nación estudiaban geografía a partir de los siete años. Todos estudiaban historia desde mucho antes, incluso cuando eran demasiado pequeños para entender cuando pasaba, incluso cuando eran demasiado mayores para preguntarse de qué les servía. En ambas estudiaban Roengroen.

Roengroen la Antigua había estado situada en exacto el centro del país y había sido arrasada hasta los mismísimos cimientos. Cuando la guerra acabó, decidieron moverla cuarenta kilómetros al oeste, mucho más cerca de las minas. Y por eso era conocida. Por las minas, más que por las armas. Porque nunca llovía. Porque nadie sabía qué había en las minas exactamente. Porque nadie quería ir ahí. Sin familia y sin posibilidad de conseguir una. Sin saber quién había ahí. Sin más perspectiva, al bajar del vagón, que el cielo abierto, azul brillante, el desierto (lleno de terrores, los desiertos siempre están llenos de terrores), y el calor, siempre el calor, un compañero para toda la vida.

Xerxes Eidos había llegado ahí a los diecisiete y fue el único que no lloraba al subir al vagón, el único que sonrió al bajar. ¿De dónde? Del sur, del sur, decía. Siempre decía eso, casi nunca daba más datos. Tenía cinco hermanos, les había dicho una vez. Tenía una cicatriz larga y fina en el brazo izquierdo, hasta la clavícula. Hablaba de medusas, fuera lo que fuera una medusa. Hablaba de sueños y de agua cuando no había de ninguno de los dos para nadie. No sabía llorar, pero siempre tenía la sonrisita de disculpa preparada, porque no se me dan bien las personas, argumentaba. Qué mal argumentó siempre Xerxs, pero qué arte tuvo siempre para salirse con la suya. Annie le preguntaba sobre todas las tonterías del mundo, sobre el mar y sobre la chica que dejaste en casa, ¿existe? y sobre su corazón seco, porque Annie siempre le susurraba en la caracola de la oreja que, si le quedaba un poco, así lo tenía. Xerxes Eidos arreglaba tranvías, y sabía más de cómo era una máquina por dentro que de cómo era una persona. La gente respira, decía. Las personas son complicadas. Era un pirata, pero de los buenos, de los que no tenían parche, ni loro, ni barco, ni nada, pero sabía cómo contar estrellas, y dónde estaba el norte. Era una vieja canción de marineros silbada casi bien. Era voluble. Fluía, pero permanecía. Coqueteaba con lo que está mal, bailaba un vals con lo que está bien y los dejaba a ambos tirados para irse a jugar un billar con la irresponsabilidad más discreta del mundo.

Tenía una risa contagiosa, Xerxes. Algunas veces parecía que iba a estallar, como las tormentas, y se le nublaba la pupila derecha, y apretaba el puño y la mandíbula. Pero nunca lo hacía. No era de los que explotaban. Nadie podía pedirle más de lo que daba, porque no lo daría. Y él no quería nada, nada, nada, porque era feliz, feliz de una manera flotante y difusa. Tenía muchos fantasmas, pero los aceptaba. Era entusiasta hacia dentro. Experto en nada. Nunca preguntó, pero contaba las mejores mentiras historias de este mundo. ¿Estaba loco? No sabían. Pero estaba ahí, como una huella imborrable.

Gracias a él, no perdieron el norte nunca. Gracias a él, no se volvieron locos en aquel vehículo, en aquel desierto (que sí estaba lleno de terrores), en aquel millón de horizontes que les esperó en una huida que nadie supo nunca si era hacia delante o hacia atrás.

Y si quieres que te diga qué hay que hacer,
te diré que apuestes por mi derrota.

jueves, 4 de abril de 2013

Comenzó todo cuando creían que no quedaba nada.

Llevaba muchos años sin llover y ya nadie se acordaba de algo que no fuera toda esa tierra agrietada y seca y del agua racionada que compraban a cambio de armamento a otras ciudades. Todos podían definirlo, describirlo tan, tan fielmente que la imagen y las sensaciones se te grababan detrás de los párpados. El calor, seco, duro, un viejo amigo que funcionaba de manta por las noches, lo quisieras o no. Las nubes de polvo más allá de la ciudad, y el ruido que hacían las zapatillas sobre un asfalto siempre caliente. La aridez en las gargantas, el medidor de agua en todas y cada una de las casas. Las miradas desesperadas al azul eterno, abierto, enorme, del cielo que nunca se cubría. Nunca, nunca.

Sólo había una persona que se acordaba bien, una persona que seguía hablando del agua desprendiéndose de las nubes hacia abajo, hacia el suelo. Sólo había una persona que sabía lo que era el plop sobre las aceras, el plic sobre los cristales. Si quería, hasta te contaba lo que era el correr de un río. Si lo pillabas nostálgico, nostálgico de verdad, que hasta se le empañaba el iris, te hablaba del mar. Xerxes Eidos había visto el mar y decía que aún lo oía. Pero nunca hablaba de la lluvia sobre la piel porque al resto le dolía el estómago. Era una sensación rara, aquél dolor de estómago. Como echar de menos la caricia de una madre a la que no recuerdas, como una promesa al viento que nadie iba a escuchar. Algún día saldremos de aquí.

Annie tenía la piel bronceada porque se había pasado la vida al sol, tirada en cualquier vía abandonada, fumando como si no hubiera mañana. Annie era rubia por lo mismo, Annie se reía con dientes blancos y unos labios finos y tirantes. Annie era el Sol, era la sequía misma, quemada por el acero y porque no la quería nadie. Una anguila de ojos pardos y pecas infinitas, caminos que se retorcían, que se retorcían, que se retorcían. Annie tenía una risa que sonaba a ramita seca que se partía en mil millones de pedazos. Decían que para ella no habría nunca un mañana.

Annie siempre quería que Xerxes le hablara de la lluvia, y después se retorcía de la risa y le decía, con aquella voz ácida y ronca, que tienes el corazón seco de verdad, eh, Xerxs.

Isaac y Pandora meneaban la cabeza y seguían pensando en irse de la ciudad los cuatro. Su promesa no se la llevaba el viento. Xerxes y Annie, que eran arena y huellas de un océano, pensaban que lo habían grabado en algún pergamino y lo habían vendido a algún diablo nocturno.

Pero entonces llegó el día cuatro y todos se acordaron de la promesa, y del sol en el puente de la nariz de Annie. Hacía calor, pero era diferente. No era el viejo compañero de cama de Pandora, era otro. Uno que se colaba por debajo de las vendas de Isaac. Un calor pegajoso, que no rascaba la garganta. Algo pasaba. Era lunes.

Las nubes eran negras. Negras como los ojos de Pandora, como las zapatillas de Xerx, como el mismo azabache aunque nadie sabía qué cojones era el azabache. No había vías pasando por encima de la azotea pero Annie se había tumbado sobre el suelo polvoriento y punto, porque ella misma era polvo y le daba igual.

Se reía como una loca y les chillaba a las nubes, como una niña.
Estaba colocada, pero Isaac estaba ocupado mirando hacia arriba
y no se dio cuenta.

La lluvia estalló y Xerxes no lloró de alegría porque no sabía. La lluvia estalló e Isaac miraba a todos los horizontes con todos sus sueños bajo la piel. La lluvia estalló y Annie se había quedado muda, casi brillante como un pequeño Sol, empapada y toda pestañeos, preciosa como no había estado sobre ningún raíl abandonado. La lluvia estalló y Pandora Flowers estaba de pie justo al borde, mirando al cielo. El agua le mojaba los rizos y los ojos los tenía negro nube. Era una una mirada terrible. Y lo que llevaba entre las manos era
¿una caja?