Ese antiguo dios ha hecho caerse el sol de su cielo
metálico. Ha parpadeado tres veces, las bombillas chillando, y se ha caído en
mitad del desierto, una nube de polvo lenta y densa mientras se encienden las
estrellas, sacadas de su sueño demasiado temprano.
Ese antiguo dios ha traspasado la bóveda, falsa y opaca, con
uno de sus rayos y se ha abierto un agujero que deja entrar aires nuevos y de
tormenta. Se ha alzado un martillo, tal vez esté a punto de llover y tal vez
sea lluvia de la de verdad.
Esa antigua diosa camina entre el jardín de los manzanos que
está en la parte alta, donde van a comer los chicos jóvenes los sábados, con
sus manteles de cuadros a la manera de la Vieja Gente, y los hombres pelean y
pelean y pelean, las manzanas rojas en el suelo y la sangre roja las mancha, y
ella se ríe, se ríe.
Aquellos antiguos dioses disparan flechas de lujuria desde
todas partes y desatan las pasiones equivocadas, y la masa de cuerpos se
retuerce, difusa, vista desde un punto alto. Ojalá estuvieran disparando a
ciegas, porque tal vez serían justos.
Las junglas de asfalto hierven cuando los de abajo rugen en su ascenso, mojados por
el agua de la laguna Estigia, y vacíos como cáscaras de nuez en las papeleras
que nadie usa.
Resuena el clamor más allá de los Muros sagrados de plástico.
Una burla que no tendrían en cuenta de no estar enfadados. Tal vez hayan sido
las cabras-hombre, tal vez sean cascos de caballo. Los que deben cabalgar,
cabalgan, ya sea por tierra o por aire.
Ese antiguo dios levanta el tenedor, sentado en la mesa de
un restaurante de marisco, y las olas baten contra los acantilados, intentando
tumbarlos, intentando llegar, intentando responder a una llamada antigua y
esperada, mientras los que viven cerca gritan y tiemblan, porque no conocen la
advertencia, porque en su planeta silencioso no se la contaron, porque la Vieja
Gente no dejó pistas cuando se fue de la tierra.
Las grietas se abren como aullidos de chacal, lo Oscuro se
agita en alguna parte, porque lo Oscuro no le pertenece a nadie y nadie debería
haberlo mandado a dormir hace tantos siglos, porque lo Oscuro es suyo, suyo,
suyo, y se agita cómo y dónde y cuándo quiere.
Los últimos hombres se abren las gargantas sobre las aceras,
la humanidad dos punto cero, ahora con aún más arrogancia y aún menos motivos
para fiarse los unos de los otros, de rodillas frente a un destino al que eran
ciegos. El castigo por la arrogancia de los arrogantes, por volver a un planeta
que los expulsó.
Ante ellos, bajo ellos, sobre ellos, tras ellos, la
destrucción avanza. Los lúcidos entre los lúcidos no lo ven y parpadean ante
los antiguos dioses. Tal vez haya alguno que los quería de verdad, y que llore
por los hijos de sus hijos, que se fueron y volvieron a intentarlo. Tal vez uno
llore, pero ese antiguo dios que cruza la jungla de asfalto esquivando a las
arrogantes farolas subido en unas botas con alas de golondrina, se ríe, veloz e
irónico.
Diana nació con nombre de diosa y nunca lo supo, y camina
por la calle mientras llueven ranas y sangre durante los cinco minutos que dura
una lluvia tan hortera, y alza los ojos hasta el agujero por el que se han
filtrado. Las ranas, la sangre, el castigo por todos sus crímenes. Diana frunce
los labios pintados de un rosa pálido y se encoge de hombros. Bueno y qué, dice la generalización de
una generación detrás de otra de hombres y mujeres que creyeron que el mundo
volvía a ser suyo para destrozarse los unos a los otros de sus mil infames
maneras favoritas. Siempre salimos de
esta.
Y a Diana la atropella una valquiria cualquiera, y no es
sino otro corazón abierto sobre el asfalto inmundo, viejo y nuevo a la vez.
Otros que no son Diana se quejan porque nadie les había
avisado, nadie excepto los primeros hombres, pero quién escuchó a los primeros hombres, los descendientes
directos de la Vieja Gente, que volvieron a la Tierra desde el planeta
silencioso. Quién, eh, quién.
Hay dos antiguos dioses que pisan el asfalto y algo rompe
del todo. Los antiguos dioses se ríen, y se unen a sus carcajadas diez sibilas
con traje de prostituta apostadas en diez esquinas diferentes de la jungla de asfalto.
En una habitación de
suelo de madera, destartalada y llena de libros y de barajas de tarot que
tienen tantos años como la Nueva Sociedad, sentada en su silla de tres patas y
con los zapatos de piel de serpiente tan falsa como todo el resto del atrezzo sobre una mesa muy alta, Pitia
abre su boca pintada de verde y profetiza el segundo fin del mundo, acompañado
de una nube de humo.
Y los primeros hombres
se retuercen en sus tumbas de acero.
(No sé bien qué es esto. Un cuento. La continuación de otro que nunca acabé.)