Y los dedos -garfios de hueso y piel, apenas un gramo de carne insinuado- de Dédalo lo saben y buscan en su cuello un sitio por donde hacerla estallar con su voz sedosa y siseante, una alteración fingida que se arrastra como un silbido por la caracola de su oreja. Voz de serpiente y ojo de lobo hambriento, y esa, justo esa sonrisa de loca que se ríe de la garganta que tiene entre las manos. Drea podría gritar.
Drea podría gritar porque vive sola rodeada de gente, porque no era una chica de tópicos pero después de vender el color de su pelo (era negro, negro intenso, negro rebeldía y negro noche. Era bonito de una manera tan rotunda de no serlo que ahora la asustaría) resultó que sí y ocupa un minúsculo apartamento debajo del mismo tejado que lleva coronando ese edificio (que se caería a pedazos si las grietas no estuvieran demasiado cómodas como para permitirlo) más de cien años y sobre el que la lluvia siempre desafina. Tiene una vecina justo en frente, que es tarotista o-algo-así y que arrastra las palabras cuando contesta al teléfono que comparten en el rellano. Drea podría gritar.
Antes de vender su color de pelo y su calcetín izquierdo -aquella noche, ¿no? aquella noche que se reía como si no le fuesen a quedar pulmones, de compañías desconocidas y nombres sin rostro a los que también les faltaban letras- Drea no gritaba excepto cuando lo hacía, y meneaba una figura pequeña pero matona y a veces abría la boca un poco así, como ahora, y fingía que estaba asustada. Los dedos de Dédalo llevan guantes en los impares y nadie lo entiende y mucho menos ella, pero le acarician la yugular como si dijeran ¿tienes miedo?
Siempre.
-Dónde está tu cuaderno, Drea. -Canturrea la bruja tuerta una y otra vez, sin esperar contestación aunque sea obligatoria.- Dónde, dónde, dónde, dónde. ¿Lo has perdido, Drea?
Qué hay en el cuaderno de Drea, no lo sabe ni ella. Sabe pocas cosas de algo que es muy suyo, tapas marrones y folios blancos manchados de carboncillo, un buen intercambio. Algo le dice que no lo está usando bien. Dédalo le dice que no lo está usando bien, pero se lo dice sin palabras y sin gestos, se lo dice con ese ojo de depredadora que también le comunica que si no te he comido es porque no tienes carne.
Tal vez se lo advirtieron, tal vez la acusaron de loca -no, la bruja tuerta no, porque la bruja tuerta es una sicaria de mala muerte que no tiene nada que hacer y a la Drea de pelo blanco le da hasta un poco de vergüenza tenerle miedo- y le dijeron que era un precio alto, pero Drea quería sueños y sueños compró, porque hay una tienda en una esquina que casi los regala, Dre, y podríamos, ¿sabes? Ser todo eso.
-Vaya manera de desperdiciar un color de pelo tan bonito, Schaffer. Te creías que comprabas sueños y te llevaste de regalo un poco de cordura. Los cuerdos nunca sobreviven al mundo de los locos, ¿sabes? Es el destino. Los soñadores sois un montón de cuerdos y un buen día compras un cuaderno especial y, año y pico después, arreglas la sinfonola equivocada. Y cometes errores. -Hay un dedo par justo bajo su mandíbula, uñas morado chillón y descascarillado que pinchan- Los cuerdos y los soñadores no llegáis a ninguna parte, y has perdido el cuaderno y eso está prohibido, Drea.
Dédalo se ríe porque se ríe siempre y Drea no grita, porque tiene los ojos verdes enredados en el único que tiene la bruja y no se atreve a gritar pero no cierra los ojos, tal vez porque aún tiene esperanza, tal vez porque sí que sospecha dónde está el cuaderno.
Tal vez porque Drea tiene miedo y comete errores, y está cuerda,
pero sabe mirar a la muerte a la cara.
pero sabe mirar a la muerte a la cara.
Sabe cómo suenan los huesos al romperse, el mismo crujido siniestro que es irónico que evoque alguna infancia de la que jamás hablaría, el mismo crujido siniestro de hace un año, de la chica que se estrelló contra el suelo y a ella le pareció que se reía. Sabe cómo suenan.
Lo sorprendente es que no son los suyos.