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Ghost. We're all haunted here.

martes, 28 de mayo de 2013

D.D.P.

Drea Schaffer no es más que un fallo del sistema.  Drea Schaffer es la que sabe que todo está mal, que no es nadie. Drea Schaffer tiene miedo.

Y los dedos -garfios de hueso y piel, apenas un gramo de carne insinuado- de Dédalo lo saben y buscan en su cuello un sitio por donde hacerla estallar con su voz sedosa y siseante, una alteración fingida que se arrastra como un silbido por la caracola de su oreja. Voz de serpiente y ojo de lobo hambriento, y esa, justo esa sonrisa de loca que se ríe de la garganta que tiene entre las manos. Drea podría gritar.

Drea podría gritar porque vive sola rodeada de gente, porque no era una chica de tópicos pero después de vender el color de su pelo (era negro, negro intenso, negro rebeldía y negro noche. Era bonito de una manera tan rotunda de no serlo que ahora la asustaría) resultó que sí y ocupa un minúsculo apartamento debajo del mismo tejado que lleva coronando ese edificio (que se caería a pedazos si las grietas no estuvieran demasiado cómodas como para permitirlo) más de cien años y sobre el que la lluvia siempre desafina. Tiene una vecina justo en frente, que es tarotista o-algo-así y que arrastra las palabras cuando contesta al teléfono que comparten en el rellano. Drea podría gritar.

Antes de vender su color de pelo y su calcetín izquierdo -aquella noche, ¿no? aquella noche que se reía como si no le fuesen a quedar pulmones, de compañías desconocidas y nombres sin rostro a los que también les faltaban letras- Drea no gritaba excepto cuando lo hacía, y meneaba una figura pequeña pero matona y a veces abría la boca un poco así, como ahora, y fingía que estaba asustada. Los dedos de Dédalo llevan guantes en los impares y nadie lo entiende y mucho menos ella, pero le acarician la yugular como si dijeran ¿tienes miedo?


Siempre.

-Dónde está tu cuaderno, Drea. -Canturrea la bruja tuerta una y otra vez, sin esperar contestación aunque sea obligatoria.- Dónde, dónde, dónde, dónde. ¿Lo has perdido, Drea?

Qué hay en el cuaderno de Drea, no lo sabe ni ella. Sabe pocas cosas de algo que es muy suyo, tapas marrones y folios blancos manchados de carboncillo, un buen intercambio. Algo le dice que no lo está usando bien. Dédalo le dice que no lo está usando bien, pero se lo dice sin palabras y sin gestos, se lo dice con ese ojo de depredadora que también le comunica que si no te he comido es porque no tienes carne.

Tal vez se lo advirtieron, tal vez la acusaron de loca -no, la bruja tuerta no, porque la bruja tuerta es una sicaria de mala muerte que no tiene nada que hacer y a la Drea de pelo blanco le da hasta un poco de vergüenza tenerle miedo- y le dijeron que era un precio alto, pero Drea quería sueños y sueños compró, porque hay una tienda en una esquina que casi los regala, Dre, y podríamos, ¿sabes? Ser todo eso.

-Vaya manera de desperdiciar un color de pelo tan bonito, Schaffer. Te creías que comprabas sueños y te llevaste de regalo un poco de cordura. Los cuerdos nunca sobreviven al mundo de los locos, ¿sabes? Es el destino. Los soñadores sois un montón de cuerdos y un buen día compras un cuaderno especial y, año y pico después, arreglas la sinfonola equivocada. Y cometes errores. -Hay un dedo par justo bajo su mandíbula, uñas morado chillón y descascarillado que pinchan- Los cuerdos y los soñadores no llegáis a ninguna parte, y has perdido el cuaderno y eso está prohibido, Drea.

Dédalo se ríe porque se ríe siempre y Drea no grita, porque tiene los ojos verdes enredados en el único que tiene la bruja y no se atreve a gritar pero no cierra los ojos, tal vez porque aún tiene esperanza, tal vez porque sí que sospecha dónde está el cuaderno.

Tal vez porque Drea tiene miedo y comete errores, y está cuerda,
pero sabe mirar a la muerte a la cara.

Sabe cómo suenan los huesos al romperse, el mismo crujido siniestro que es irónico que evoque alguna infancia de la que jamás hablaría, el mismo crujido siniestro de hace un año, de la chica que se estrelló contra el suelo y a ella le pareció que se reía. Sabe cómo suenan.

Lo sorprendente es que no son los suyos.

jueves, 23 de mayo de 2013

Hysteria Jazz.

La culpa fue vuestra por juntaros con los tres jinetes de la nada que reinaban en un cotarro de mierda. Cosmópolis por aquel entonces sobrepasaba los dos millones de hormiguitas y ellos no pisaban ninguna porque no querían. Tres sicarios sobrenaturales a los que cometisteis el error de no temer, mientras ellas se reían y él meneaba la cabeza, porque nunca le disteis tanta pena como cuando acudisteis a ellos.

Para algunos de vosotros no era más que un juego, ¿verdad? Una broma, un chiste más de aquella espalda cicatrizada como un mapa, de aquellos dientes afilados que convencieron a una hermana pequeña que era explosiva y se dejaba arrastrar para que comprara sueños a cambio de su pólvora. Una necesidad, la búsqueda incesante de un ancla, algo que hacer para un niño perdido que todo el mundo había olvidado. Fuego, para él, el que ardía sin llama, para que tuviera razones.

La culpa fue vuestra y fuisteis a su tiendecita de la esquina demasiado pronto, demasiado tarde, en situaciones demasiado diferentes, en busca de un puñado de salidas. Venderle el alma al diablo nunca es una solución.

Ciel siempre fue un alma en pena y siempre se ha arrepentido de lo que os hizo, y Dédalo se reía porque hubo algunos que se lo hicieron pagar. Sus jefes se vengaron cuando ellos volvieron llorando a casa como niños pequeños.

Hysteria Jazz entra al Gorges' y hay un reflejo de fatalidad en su pelo por debajo de las orejas y su falda sobria. Camisa blanca, tacones que suenan a cascos de caballo, una sonrisa que nunca llegará a serlo cuando nadie sabe quién es, cuando la sinfonola vuelve a estropearse y Colin se agarra con fuerza a la barra, como si se creyese que algo pudiera salvarlo. Danny y Felicidad se miran, qué hace una ejecutiva así en un antro como el suyo, pero ella se pide una cerveza, una cerveza de una marca específica que todo el mundo sabe que no tienen pero que el camarero le pone delante sin decir nada.

Una vez una puta, siempre una puta, ¿no, Flame?

jueves, 16 de mayo de 2013

hay una tienda en la esquina que casi regala los sueños, y podríamos, Dre. Ya sabes.

La chica que vendió el color de su pelo ya no sabe bailar tangos y ayer arregló la sinfonola del bar que hay entre la librería a la que le gusta ir a Mireille y el cementerio de muñecos que Rasputín no pudo arreglar. Ahora el cuaderno no está y se le agolpan unas lágrimas que no tiene mientras revuelve entre sus escasas posesiones -tres pinceles que a lo mejor son más viejos que su abuelo, esté donde esté, un bote de pintura roja, un par de libros descoloridos y ajados (el de poesía siempre finge no haberlo leído nunca, el otro estaba ahí cuando llegó) y algo de su ropa minúscula y siempre demasiado fina- porque la chica que vendió el color de su pelo acaba de romper el contrato más importante de su vida (y el único que ha tenido). Si cierra los ojos puede percibir por el rabillo su imagen, pero se le acumulan otras, la de los ojos casi marrones de un camarero que le dio la sensación que se reía de ella, la del chico de la espalda ancha que tanto le sonaba pegado a un pinball. Pierde la concentración y su antiguo yo se alegra de que por lo menos ahora estén asustadas por un motivo.

Podría llamar a Ras. Podría llamar al viejo St para que se riera de ella con ganas y su risa aún crepitara más a través del auricular del teléfono prehistórico del descansillo. Podría intentar que su vecina le tirara las cartas.

Los dedos de Dédalo -una insultante mezcla de piel y hueso, como garfios y sólo enguantados los impares- se aferran a su cuello como si ya supieran qué va a pasar ahora. ¿Está asustada, la chica que vendió el color de su pelo?

jueves, 9 de mayo de 2013

La soledad del bar es casi tan amable como la de su minúsculo apartamento no muy lejos de allí. La oscuridad casi completa y una caja de cerillas cerca, la luz del cigarrillo todo lo que necesita en ese momento. Se está poniendo perdido de ceniza, porque siempre se pone perdido de ceniza y no pasa nada, que es lo que toca y lo que pasa siempre, como si los cigarros ardieran más rápido junto a él. Hay quien diría que todo arde más junto a él.

La soledad del bar es agradable, hasta que no lo es. Un crujido y un montón de recuerdos que nadie ha invitado que lo invaden como una marea, lenta, imparable. No es más que un crujido.

Pero Colin es un niño de seis años de la mano de su madre, con el pelo rizado sobre los ojos y un hombre altoaltoalto junto a él. Mike. El padre de Loras. Loras, que también está ahí, pequeñito y con esa mirada enorme que aún conserva, sentado sobre los hombros del (aún) novio de su madre.

Es algún tipo de manifestación, o un discurso, o cualquier otra cosa, porque hay mucha gente y él es muy pequeño y la mano de su madre es suave y firme a la vez contra la suya, y ella lo mira y le sonríe y es una sonrisa real, que reconforta y alienta, una sonrisa que Colin no ha visto en muchos años en la cara de Olivia. Oye voces a lo lejos, un ruido blanco que su yo de seis años y medio ni siquiera tenía en cuenta, y a Mike riéndose de algo. El recuerdo pincha en las esquinas y se clava fuerte en su cabeza.

Colin, el Colin real, más de quince años mayor, tose y se hunde las uñas en el antebrazo. Fuera, fuera. Fuera recuerdos. La piel se rompe.

Y Colin es un adolescente muerto de miedo, catorce años de piel y huesos que se gana la vida como puede (de esa única manera), una historia ligeramente más escabrosa por delante que acaba cuando estrella un coche en llamas contra un supermercado.

El torrente es rápido y frenético y si duele, duele de otra manera, no con nostalgia sino como si tuviera un lazo en la garganta, uno que aprieta y un peso extraño sobre los hombros (un viejo conocido). El recuerdo de la adrenalina y del coche y del fuego se queda en su cabeza un poco más.

Se apaga el cigarro en el brazo y aprieta los dientes, con fuerza. No, ya no, ya no está ahí. Contiene el aliento antes de que venga una tercera parte. Siempre hay terceras partes, Colin no cree en las treguas de su propia mente. Durante un rato no hay nada, nada excepto la claustrofobia y el humo disipándose poco a poco, hasta que el tercer recuerdo llega y

Y Ámbar Tyson está plantada justo frente a él, el ceño relajado y la mano izquierda en la cadera, el pelo teñido de rojo tan brillante como siempre. Lleva una chaqueta blanca remangada y hay una papelina en el suelo. Exactamente igual que la última vez que la vio. Porque esa es la última vez que la vio, a Ámbar Tyson, que le plantó el beso más raro que le han dado en la vida, antes de decirle que que le jodan al mundo, Colin, ya nos veremos en la próxima vida y saltar de la azotea.

Como siempre, lo que lo ancla al presente es el crepitar de la cerilla que se las ha arreglado para encender, raspándola a ciegas contra el borde de la caja. Se apaga rápido y entonces cae en la cuenta de que el ambiente se ha hecho mucho más pesado y denso, que no era sólo su imaginación y esa vocecilla que no se apaga nunca y que vive permanentemente en su cabeza y que ahora lo único que se limita a decirles es saldeaquísaldeaquísaldeaquí. Este, supone él, es el mejor momento para buscar una linterna o de preguntar un estúpido y tembloroso ¿hay alguien ahí?

Para qué, si ya lo sabe. Se termina la cerveza -que de repente está fría como el infierno- de un trago y se enciende otro cigarro, con calma, casi con parsimonia. Para qué, si ya lo sabe. Para qué, si busca otra cerilla y la prende y la sostiene a la altura de  los ojos. Es mejor defensa de lo que parece, y él lo sabe o lo sospecha, por cómo frunce el ceño cuando ladra un

-Qué queréis de mí.

(Y es el momento para un cambio de planes.)

sábado, 4 de mayo de 2013

Los ciento cincuenta sueños rotos de Isaac y la pesadilla que seguía entera.

La flecha (era una flecha, Xerxes podía jurarlo aunque no se creyera que alguien pudiera emplear algo tan rudimentario, aunque no hubiera visto en su vida una flecha, aunque hubiera leído sobre ellas porque sí, Annie, ahora resulta que leo libros) se hundió en el hombro de Isaac nada más pisar el suelo polvoriento del almacén.

El eterno soñador sonrió. El hombre tranquilo miraba tan divertido como siempre, mordiéndose la cara interna de la mejilla y disfrutando del espectáculo de Annie, toda ojos pardos llenos de furia y una mueca que enseñaba los dientes afilados de tiburón, y de Pandora, un remolino de párpados caídos y agresividad por todos los poros, porque Dios nos libre de aguas mansas (y eso que no lo era); volviéndose locas. Nadie tocaba a su Isaac, al parecer. A Xerxes le hubiera dado envidia si sus heridas fueran anteriores a todo aquel desastre.

A ellas las sujetó él, porque su amigo no parecía tener muchas ganas de moverse (la flecha en el hombro, claro, cualquiera querría).

La chica rubia que estaba ahí, parada en medio de la nave con una mano en la cadera y una ballesta descansando en la izquierda, el pelo rubio cayéndole por la espalda de tal manera que a Xerx le entró vértigo y la expresión desencajada. No había más flechas. Bueno.

El suspiro hubiera sido general, entre ellos y los Rebeldes, si no fuera porque la chica arrancó a correr hacia Isaac. Si no fuera porque levantó el polvo en cada zancada y aún levantó más cuando lo tiró al suelo, pegándole con fuerza.

Él se dejó golpear como siempre admitía el primer golpe, sin devolverlo y sin moverse. También soportó el segundo, y el tercero, e incluso el cuarto, aunque su mandíbula soltó un crujido no muy halagüeño. Casi le hacía gracia, al muy cabrón, o al menos lo parecía. Tenía un reflejo de sonrisa hacia la derecha (¿o hacia la izquierda?). Ella gritaba. Se desgañitaba mientras su puño se alzaba y caía, en un ritmo casi frenético.

-ISAAC TURNER ERES UN GRANDÍSIMO HIJO DE PUTA.

El eterno soñador terminó de sonreír y se incorporó -no parecía importarle ni la flecha, ni la sangre de la nariz, ni el ojo que iba a cerrársele, ni una rubia de estatura media vestida de cuero que estaba sentada sobre su estómago- sobre los codos.

-Eh, C. Se supone que esa es la idea.

Nadie suspiraba de alivio, excepto esa nota discordante y minúscula que era Xerxes. Pandora se desinfló pero sus ojos seguían pidiendo explicaciones. Annie tenía preguntas brillándole en la punta de una lengua, como siempre. Lo que el resto no sabía es que jamás llegaría a escucharlas, porque las preguntas que Annie le hacía a Isaac, las preguntas de verdad, que prometían el derecho a obtener respuestas a cambio, las hacía a solas.

Casi pareció que la chica se echaba a llorar antes de soltarle otro puñetazo. Isaac le plantó un manotazo en la frente, quitándosela de encima como si no fuera la primera vez que lo hacía.

Siempre habían sabido que Isaac tenía historias que contar.

jueves, 2 de mayo de 2013

Coches policía tras la ciudad (en el rompeolas aún se huele el sol)

-Te has enamorado del chico equivocado.

-No eres tú, Xerx.

-Ya lo sé, tonta. Yo aún sería mucho peor.

-Es mi vida.

-¿Y? Una cosa no quita la otra, ya lo sabes. Te has enamorado del chico equivocado y, ¿sabes qué? Ahí tus huevos. Aunque sepas que no es lo que tenías planeado.

-Mis planes se torcieron cuando llegué a Roengroen. -Y era verdad.

(Pandora Flowers tenía la vida planeada y se le desordenó. Y entonces decidió ser un desastre natural.)

No hables de futuro, es una ilusión
cuando el rock n roll
conquistó mi corazón.