Ya no puedo darte el corazón,
iré donde quieran mis botas.
A las dos semanas de que empezara a llover, se habían largado.
Fue difícil porque ellos eran difíciles.
Porque la estructura de una sociedad así era difícil y no se podía salir así como así. Por lo general, no se podía salir y punto. Tal vez el agua había desconcertado a los guardias tanto que no se dieron cuenta, o tal vez Isaac sí que había hecho un pacto con alguna criatura del inframundo.
Tal vez Pandora había llamado a la lluvia.
Aquello era una tontería.
Pero tal vez fuera verdad. Xerxes nunca lo dijo.
La cosa era graciosa porque se habían ido todos juntos, dejando Roengroen atrás, con sus edificios seguros, altos y grises, con sus vidas grises que no tenían nada de malo, sólo porque soñaban con huir y hubieran soñado con huir aunque hubieran vivido en cualquier otra parte. Podría haber sido así. Ningún habitante de Roengroen ha nacido en Roengroen. Eso lo sabe todo el mundo.
No había niños en Roengroen. No se criaba en la ciudad, porque estaba demasiado cerca del desierto, porque había estado demasiado contaminada. Porque estaba en medio de ninguna parte, justo en el centro de un desierto árido y terrible, conectada por mil carreteras a otras mil ciudades que tenían nombres casi maravillosos y sobre las que sí que llovía. Pero si vivías en Roengroen, no te irías nunca de Roengroen. Nadie quería que le asignasen allí, y, cuando lo hacían, los trenes arribaban a la ciudad llenos de jóvenes que contenían (
o no) su resignación. Lo único que podías hacer era querer formar una familia con alguien, que te dieran el permiso y el visto bueno. Y entonces te marchabas lejos, por una de esas mil carreteras a una de esas mil ciudades en las que sí que llovía. Apenas un par de parejas dejaban la ciudad al año. La media estaba en 1'2, pero eso es imposible.
Llegabas cuando rondabas los dieciocho. Sin familia, sabiendo que nunca la volverías a ver, porque Roengroen no admitía visitas. Te habían asignado un trabajo relacionado con el que desempeñabas en tu lugar de origen. Cuando llevabas unos cuantos años ahí, podías escribir una solicitud para abrir un negocio. Había unos cuantos. Muchos trabajaban donde las armas. Pero Roengroen no era conocida por eso.
Desde la Gran Guerra, todos los niños de la nación estudiaban geografía a partir de los siete años. Todos estudiaban historia desde mucho antes, incluso cuando eran demasiado pequeños para entender cuando pasaba, incluso cuando eran demasiado mayores para preguntarse de qué les servía. En ambas estudiaban Roengroen.
Roengroen la Antigua había estado situada en exacto el centro del país y había sido arrasada hasta los mismísimos cimientos. Cuando la guerra acabó, decidieron moverla cuarenta kilómetros al oeste, mucho más cerca de las minas. Y por eso era conocida. Por las minas, más que por las armas. Porque nunca llovía. Porque nadie sabía
qué había en las minas exactamente. Porque nadie quería ir ahí. Sin familia y sin posibilidad de conseguir una. Sin saber quién había ahí. Sin más perspectiva, al bajar del vagón, que el cielo abierto, azul brillante, el desierto (lleno de terrores, los desiertos siempre están llenos de terrores), y el calor, siempre el calor, un compañero para toda la vida.
Xerxes Eidos había llegado ahí a los diecisiete y fue el único que no lloraba al subir al vagón, el único que sonrió al bajar. ¿De dónde?
Del sur, del sur, decía. Siempre decía eso, casi nunca daba más datos. Tenía cinco hermanos, les había dicho una vez. Tenía una cicatriz larga y fina en el brazo izquierdo, hasta la clavícula. Hablaba de medusas, fuera lo que fuera una medusa. Hablaba de sueños y de agua cuando no había de ninguno de los dos para nadie. No sabía llorar, pero siempre tenía la sonrisita de disculpa preparada, porque no
se me dan bien las personas, argumentaba. Qué mal argumentó siempre Xerxs, pero qué arte tuvo siempre para salirse con la suya. Annie le preguntaba sobre todas las tonterías del mundo, sobre el mar y sobre
la chica que dejaste en casa, ¿existe? y sobre su corazón seco, porque Annie siempre le susurraba en la caracola de la oreja que, si le quedaba un poco, así lo tenía. Xerxes Eidos arreglaba tranvías, y sabía más de cómo era una máquina por dentro que de cómo era una persona.
La gente respira, decía.
Las personas son complicadas. Era un pirata, pero de los buenos, de los que no tenían parche, ni loro, ni barco, ni nada, pero sabía cómo contar estrellas, y dónde estaba el norte. Era una vieja canción de marineros silbada casi bien. Era voluble. Fluía, pero permanecía. Coqueteaba con lo que está mal, bailaba un vals con lo que está bien y los dejaba a ambos tirados para irse a jugar un billar con la irresponsabilidad más discreta del mundo.
Tenía una risa contagiosa, Xerxes. Algunas veces parecía que iba a estallar, como las tormentas, y se le nublaba la pupila derecha, y apretaba el puño y la mandíbula. Pero nunca lo hacía. No era de los que explotaban. Nadie podía pedirle más de lo que daba, porque no lo daría. Y él no quería nada, nada, nada, porque era feliz, feliz de una manera flotante y difusa. Tenía muchos fantasmas, pero los aceptaba. Era entusiasta hacia dentro. Experto en nada. Nunca preguntó, pero contaba las mejores
mentiras historias de este mundo. ¿Estaba loco? No sabían. Pero estaba ahí, como una huella imborrable.
Gracias a él, no perdieron el norte nunca. Gracias a él, no se volvieron locos en aquel vehículo, en aquel desierto (
que sí estaba lleno de terrores), en aquel millón de horizontes que les esperó en una huida que nadie supo nunca si era hacia delante o hacia atrás.
Y si quieres que te diga qué hay que hacer,
te diré que apuestes por mi derrota.