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Ghost. We're all haunted here.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Cartas que nunca redacté. (I)

Te escribiría algo profundo y con significado
pero las palabras se me secan en cuanto intento entrar un poco más.
Tengo la mente tan entumecida como las manos,
pero respiro humo y
te sonríen mis dientes afilados.

(Creo que de momento es 
suficiente.)


martes, 3 de diciembre de 2013

Metiste tu veneno en una botella que se te olvidó cerrar

(y yo me lo bebí)

Tú te acuerdas del precipicio porque lo tenías clavado dentro, y porque no sabías qué era lo que había al fondo. Lo que sí sabías era lo que había al otro lado del acantilado.

Todas tus heridas abiertas se habían refugiado ahí, donde no podías cerrarlas porque no encontrabas el puente de tablas que te permitiría cruzar sin caerte a tu propia balsa de desconocimiento. Te acuerdas de tu precipicio brumoso, de la niebla y de la oscuridad, de la metáfora de tu propia ignorancia, pero no te acuerdas de que el puente lo cortaste tú.

Tú te acuerdas, pero es que has crecido y te crees que no lo sé. Siempre has sabido fingir que no sabes de qué hablo, a bailar con una sonrisa en los labios delante de una niña de ojos grandes y mirada inquieta que bebía de todo lo que le enseñabas. El problema es que también aprendí a quedarme con lo que no me estabas enseñando. Yo me acuerdo de tu precipicio porque fue una herencia más, como la cafetera de metal y los cojines raídos del sofá.

Me lo pasaste y me lo clavé dentro, entre la mirada enorme e hiperactiva que me gustaría pensar que me diste tú. No puedo pensarlo porque ya no sé pensar mentiras.

No te creías muy listo, pero sí creías que lo eras más que yo. El diablo sabe más por viejo que por diablo, pero yo fui tu aprendiz de demonio personal. Me pasaste tus ideas sobre tu revolución pero no me preparaste para la que tenía que vivir yo. Me enseñaste a navegar, sí, pero me diste un mapa equivocado. Me regalaste un sentimiento de abandono que no tenía que sentir todavía.

El problema es que fue sin querer y no puedo guardarte ningún rencor. 
Todavía me sé los himnos que me enseñaste sin pretenderlo. Los canto con la voz aguda que siempre te gustó y nunca sacaba cuando canto con el resto de herederos de vuestras ruinas.

¿Sabes qué? Son como yo. Son como tú, como los tuyos, como los vuestros. Damos pena. Somos vintage. Qué asco. 
Por lo menos no estamos de moda. 

Corté las cuerdas de mi puente y estoy dejando que se me infecten las heridas, porque la gangrena se me va a quedar dentro. Creceré y no seré como tú. Seré peor, porque soy de los que van a peor. Eres casi la mejor persona del mundo, y no quieres que tire mis zapatos de niña mayor por el precipicio. Ya lo hice. 

No soy como tú, nunca del todo. Es el destino quien reparte las cartas.
Vosotros me enseñasteis a querer robar la baraja.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Que no se te ocurra sacarme de mi infierno.

Regresó pálida, vestida de negro.

No la esperaban, y era la primera vez que no la esperaba nadie. Las cosas habían cambiado y todos parecían haberse dado cuenta hacía tiempo. Ella lo sabía también.

Regresó y volvía a atrapar la luz con la piel calcárea, a moverlos a todos con aquellos ojos de hielo. Rose le abrió la puerta y todos la vieron encogerse un segundo antes de que no pasara absolutamente nada. Le abrió la puerta casi con reverencia, casi con miedo. Como siempre. Las cosas habían cambiado, pero nunca del todo. Da igual que cambies el color del puzzle, las piezas siguen encajando bien.

Entró sin tormentas. Entró vestida de negro de los pies a la cabeza, sin escotes, sin provocaciones. Estaba más delgada. Mucho más que la última vez que todos la habían visto (y eso era de esperar, claro), y muchísimo más de lo que esperaban todos. Cada paso que dio subida a unos tacones altísimos hasta situarse en el centro del salón, de aquella reunión de locos estupefactos, era funcional, estaba calculado al detalle.

Seguía ahí y parecía más tangible que nunca. Los miró a todos, aguardando la avalancha de exclamaciones y preguntas que
por supuesto
llegó.

Havel tenía unos ojos somnolientos y negros que se iban a desorbitar mientras escupía incoherencias a diestro y siniestro, incrédulo y anclado en su sitio del sofá, con la baraja en la mano. Vriska se había echado a reír, una sarta de insultos entre carcajada de loca y aguda carcajada. Suspiro suspiró, porque era lo único que se le ocurría. Rose fue directa al qué tal estás, al dónde has estado todo este tiempo. Las hermanas Vinter se habían quedado heladas bajo su mirada -porque le tenían  miedo, a ella, porque ellas eran malas, malas por naturaleza y por obligación, pero ella, oh, ella siempre había sido mil veces peor- y para cuando Maria frunció su ceño plagado de pecas, Aletta ya había ideado un plan de escape casi perfecto. Al detective Culkin se le cayó el cigarrillo de los labios y la ceniza se confundió con las baldosas grises.

Samnang se limitó a su sonrisa de serpiente.

Y por supuesto, ella fue directa a él.

-Cómo va ese ojo, Afortunado. -Tenía la misma voz de soprano de siempre. Ah, las cosas habían cambiado, pero no tanto.
-Se deja llevar. -Contestó, rozándose el parche con el dedo corazón. Era una respuesta refleja.

Y por supuesto, era un error.
Lo muerto no duele. Era un error.

Sunday Boss no le devolvió la sonrisa hasta que no le acarició la cara con aquellos dedos suaves y fríos.

-Seguro que no.

(Corred.)

martes, 19 de noviembre de 2013

But what's worse is this pain in here, I can't stay in here, ain't it clear that

(violence becomes tranquility
violence becomes normal
when violence becomes entertaining)


(Antes de todo.)
En sus cabezas todavía sonaba Another One Bites The Dust mientras andaban con la lentitud de dos críos de quince y medio y la chaqueta de cuero de Louie, que aún estaba más delgado entonces y parecía un poco más pequeño, más insignificante.
Ya le habían rajado la cara, pero las cicatrices no importaban nunca.  Gabe usaba capuchas más profundas, y  era más bajito (aunque le faltaban cuatro, cinco centímetros para llegar a lo que mide ahora) y se habían rapado la cabeza hacía poco.  Todavía parecían empeñados en creerse que no tenían sentimientos,  que podían con todo porque no había más normas que las que les venían impregnadas en la piel, y en realidad ninguno tenía suficiente confianza con el otro (todavía) como para reconocer en voz alta que la visión de los mechones rubios de los dos (el pelo liso y muy claro de Louie  entrometiéndose en los rizos color miel de Gabe) les provocó una náusea extraña y sin sentido.
Louie aún no entendía bien de simbolismos.                                                                                              Gabe nunca había necesitado clases.
Llevaban bates y cadenas porque eran sus únicos refugios reales. La hermandad que les proporcionaba la violencia, el coche destrozándose por una razón (Louie lo decía con un fervor que a su mejor amigo se le trababa en el fondo del paladar, aún entonces), los momentos brillantes del porro de después, hablando de la cara oculta de la luna en un descampado en el que refulgían las agujas de los junkies. Se miraban de soslayo, poco a poco, mordiendo sonrisas con dientes mellados (Gabe) y la boca estirada (Louie). Eran los mejores amigos y al principio sólo los unía el sonido de los cristales estallando, los golpes que daban y los que habían recibido, y los que aún estaban por llegar. Eran los mejores amigos aunque uno estuviera destrozado –reducido a polvo, trizas, añicos, cenizas- y el otro retorcido por todas partes –estaba mal,  era terrible porque no sabías hacia qué lado se iba a combar en ningún momento-, porque no podría haber sido de otra manera, nunca, jamás.

(Luego se hicieron mayores
y Louie aprendió a sonreír como si no le importara

pero lo peor que pudieron hacer nunca fue crecer).

viernes, 4 de octubre de 2013

Lo que pasa es que Samnang quería jugarse el otro ojo.

There's traps inside us all
There's traps inside us all
There's traps inside us all
(And the knife is so tall)

Era una tarde tan absurdamente normal que seguro que tenía que dolerle en alguna parte. Suspiro suspiraba parapetado detrás de su Sentido y sensibilidad, Rose fregaba los platos con un estruendo que quería cortar el silencio y la calma sin llegar a conseguirlo jamás y Havel jugaba a las cartas con Vriska, que le estaba dando una paliza sin prestar atención alguna.

Si Samnang no hubiera sido un perturbado (pero lo era) hubiera estado temblando porque nada debería asustarle más que aquella normalidad que se les estaba estirando demasiado. Casi ya ni podía contar los días que Rose había frotado la vajilla desigual y desgastada como si la estuviese ofendiendo mortalmente, ni sabría decir exactamente cuántos libros de las escritoras victorianas había traído Suspiro a la mesita del salón, ni recordaba cuánto dinero le debía ya Havel a Vriska. Debería darle miedo que nadie le hubiera puesto una pistola en la sien en las últimas semanas porque Samnang sabía por experiencia que la próxima vez el cañón iba a ser más grande.

Pero Samnang era un loco que sabía demasiado bien que su madre lo había llamado afortunado, así que se ajustaba el parche del izquierdo y se dejaba llevar. Tampoco estaba a gusto, porque su culo inquieto nunca estaba a gusto, pero le gustaba la forma que tenía el pelo de Rose cuando le caía sobre la nariz.

Y el agorero siempre había sido Suspiro.

Rose terminó de fregar en algún momento, y el ruido cesó y pasó a ser sustituido por el silbidito de Havel al oírla pasar y el golpeteo sordo y mudo de sus calcetines desparejados contra las baldosas congeladas, antes de que se sentase a su lado, el sofá amoldándose a su cuerpo, el pelo rubio y largo cayéndole por los hombros anchos y rozándole el brazo a Samnang. Suspiró a la vez que Suspiro y Samnang abrió el ojo bueno.

-Podría acostumbrarme a esto. -Tenía la nariz menos fruncida que nunca y parecía triste, triste como si se estuviese apagando un poquito más de lo normal, poco a poco. Samnang asintió, ausente, pensando que él también podría acostumbrarse a eso si acostumbrarse algo entrara en sus facultades, porque seguro que era fácil, la calma y el seguir vivo al levantarse y el ruido de los platos y de las páginas y de las cartas y el aloe vera secándose sobre la tele. Podría.
-No tientes al diablo. -Vriska tenía algo de adivina y algo de mal augurio y ladeaba la cabeza por encima de sus cartas, los ojos entornados. La voz le sonaba a diablillo y a botella de absenta.
-No seas imbécil, Vriska. -La sonrisa de Samnang tentaba del todo, dientes de tiburón y descaro por todos lados, sólo porque podía y porque estaba oyendo a Suspiro cortocircuitar a un lado o atragantarse en las mil maldiciones que quería echarle a la vez y le gustaba.- Qué podría pasar.

Havel bufó, como un gato al que le tiras agua fría y soltó la baraja de golpe. Era su cara de ya la estáis liando, y Rose arrugó el ceño pero no dijo nada mientras Suspiro gimoteaba que no es justo, no, no no, Vriska, no hagas nada, no y ellos dos se reían como los locos que eran porque ellos no iban a hacer nada.

Pero esa fue la tarde que estalló la tormenta.
Y esa fue la tarde que volvieron las Vinter.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Y duele donde no debería.

Hay silencios.

Son a veces, silencios cómodos en los que acurrucarse después de un comentario agudo de Gabe o de la última carcajada de Eric. Son a veces,  silencios entre ruido blanco, en una cafetería que tuvo años mejores (con una camarera que también) pero que hace los mejores gofres de la ciudad (y el peor café) o en la calle, cálidos y brillantes como un domingo por la tarde sabiendo que el lunes no hay nada que hacer. Un segundo o dos para sonreír (Eric sonríe abierto y tiene un colmillo torcido y es gracioso y a Gabe, que está acostumbrado a sonrisas de medio lado que sólo son malas intenciones, le parece una sonrisa bonita y casi poco hipster, aunque Eric es un hipster auténtico pese a no llevar gafas. Él sonríe en secreto debajo de la capucha, labios apretados y ojos entornados, para que no se le note).

Hay silencios y son cómodos, y es normal, porque no pueden estar hablando siempre y porque Gabe habla bastante en confianza, pero el no hablar también le gusta y porque Eric es tímido, y porque se bordean, se buscan las fronteras el uno al otro, porque van con cuidado, intentando no romperse.

Pero hay silencios que no lo son.

Son tensos y se estiran como una agonía, son a veces, como cuando van en el coche y están cansados o el conductor de delante es un imbécil o el día de Eric en el hospital ha sido una mierda o Gabe tiene uno de los suyos y está temblando debajo de tres camisetas pero no quiere hablar de ello.

Son silencios que tienen a Gabe con los ojos casi azules o sin ser verdes del todo, clavados en el espejo, insondables y enfadados sólo porque sí, mirándolo a él sin una palabra y sin girar la cabeza, el gesto adusto y mala cara, queriendo preguntarle que qué, si ha buscado a Gabriele Carlevaro en los archivos del hospital, que cuánto ha flipado, que si tiene alguna pregunta. Que si espera alguna respuesta.

Eric siempre le devuelve la mirada, a través del retrovisor, esos ojos marrón chocolate por los que asoma una paciencia insultante, de las que duelen.

Hay silencios. Algunos no son cómodos.

(Gabe a veces piensa
que Eric se merece una verdad, o al menos algo que no sea del todo mentira, y cree que podría contárselo pero la mirada de Alistair, gris piedra, le recuerda que no puede
no puede.)

jueves, 15 de agosto de 2013

Mejor ser un extraño que no uno más del rebaño

No empuje señora bajo en la próxima que ni usted es marquesa ni yo un miserable
mi generación suele ser más amable, más criticable
pero no escuchamos a nadie
cuando nos falta cariño es como si nos falta el aire

El metro aprisiona y aprisiona y a Laura le gusta lo suficiente como para relajar los hombros, allí, bajo tierra y rodeada de cuerpos anónimos, metida en un tren, lejos y lejos del cielo abierto.
A Lester el metro le es indiferente, como casi todo lo que le gusta a ella un poco más de un poco, pero ahí está, su cuerpo recostado en una barra de manera casi imposible, una cresta desafiante y ropa negra, una sonrisa de bobalicón mientras distrae a todos los incautos que se dejan distraer por un chico demasiado poco común y una chica mediocre que discuten a gritos sólo porque sí y de cosas que nunca son del todo mentira para ser una actuación.

En el mismo tren y nunca en el mismo vagón (una vieja estrategia), Gabe se está muriendo del asco. Se mueve como una culebrilla entre la gente y suspira y mete manos en bolsos y bolsillos como si no estuviera ahí, un fantasma encapuchado y con un mohín que en realidad sólo es una expresión de pánico corriente y moliente. La gente le roza al pasar, le pisan, le tocan y Gabe tiembla, pero hace su trabajo no (nunca) diligentemente pero sí con rapidez y sin quejarse, sobresaltado, asustado cada vez que una mujer de ojos demasiado amables o de expresión demasiado altanera le echa más de dos miradas, y mira que lleva años en esto pero nunca va a dejar de pasarle.

No somos ciegos cuando vemos humo es que hay fuego 
comentarios cuando llego sucias batallitas de ego, cuidao que 
no somos ciegos, diles que
donde vemos humo es que hay fuego
trampas en el juego

Cuando salen al exterior es Lester, el eterno Lester al que todo lo que le gusta aLaura le es indiferente pero todo lo que la agobia le molesta un poquito el que le acaricia la muñeca con dos dedos, un sólo segundo antes de limpiarse las lágrimas de risa por la enésima discusión falsa en el metro, una representación tan sencilla que si le dieran un Oscar por ella se lo regalaría a DiCaprio.

La reina de las cajas de zapatos mira el suelo y echa de menos su trastero, mientras Gabe se acerca con la mochila abultada y respirando hondo y nadie le toca, nadie se acerca a él porque necesita su espacio. Es rutinario, pero a Laura esa rutina le gusta y la agradece, bebe de ella como no bebería de nada más, y cada vez van más veces porque ella cuenta más que Gabe y más que Lester y es Alistair el que le dio el mando, y Alistair la quiere y la cuida como a una hija, y Laura jamás le ha agradecido nada a nadie que no sea a él.


(Esto es un trocito de Gas que no sé si acabaré incluyendo porque no me acaba de gustar, pero lo subo porque quería que conocierais a Laura, la reina de las cajas de zapatos y a Lester :)).)

jueves, 1 de agosto de 2013

Jaleo

Te invito a que cambiemos de planeta
y a dormir en las aceras.

El agua de la ducha se le ha quedado atrapada en el pelo negro y corto y se escapa ahora en forma de gotitas por la curva de su cuello y sobre el puente de su nariz, huyendo de la toalla o yendo a reunirse con la que le cuelga sobre el pecho. El piso en general es una mierda, pero en la ducha el agua sale caliente y  la presión es genial. Se mira al espejo y ha adelgazado y en realidad ese corte de pelo le queda mejor de lo que pensaba. Los ruidos de fuera podrían ser los gorjeos de un niño y una risa femenina, pero no. Porque no tienen niños y porque Laura no se ríe así, y a la otra no se la imagina riéndose (le da un poco de miedo, la otra, porque la mira como si fuera un animalito, como si le dijera entretenme).

Louie está sentado en su cama con esa sonrisa alargada y los tobillos cruzados, unos vaqueros y una camiseta con el nombre de un grupo que ella no ha visto en la vida. Se ríe de su susto y añade, mientras le da vueltas a un mechero entre los dedos que

-Joder, podría haberse caído la toalla, ¿no? Me hubieras hecho feliz.
-Vete a la mierda, Louie. -Se está poniendo roja en la zona de los pendientes y en la base del cuello, y si no hiciera tanto frío las mejillas y la barbilla también. Es sólo cuestión de tiempo, en realidad, que se ponga roja como un tomate por encima de la tela.-¿Qué quieres?
-¿Te vienes de fiesta?

Los ojos de Cher se agrandan un poco en las comisuras mientras alza una ceja, porque sí, sí que quiere salir, claro que quiere salir, que ella nunca ha salido por la ciudad, pero se supone que no pueden en un par de semanas.

-No podemos.
-Yo sí. -Las cicatrices sonríen y él también.- Así que si sales conmigo, puedes.
-¿Viene Gabe?
-Nah, no le gusta el ambiente.

Y ya está. Es una pena porque a Cherry le cae bien Gabe, aunque la mire como si la odiara, porque mira así a todo el mundo y es un poco solitario y se ría con Louie de chistes privados en voz baja a las cuatro de la mañana. Intuye que es el más difícil de todos (excepto la otra, pero la otra sigue dándole algo de cosa) y que hay algo debajo de sus veinte sudaderas que late como si fuera un corazón y no acaba de serlo por entero. Pero no le gusta el ambiente y es Louie el que le deja espacio para que se vista y la espera en la puerta, y sonríe cuando la ve arreglada.

La lleva por ahí y se emborrachan y hablan un poco de todo, de los huesos de la cadera de Louie y de aventuras que supone nunca han pasado en realidad. Él le pregunta por sus amigos de Crenbay y es la primera vez que habla de ello sin problemas, porque comparten un cigarrillo en la puerta de un local bastante sucio y es muy fácil hablar con él cuando se agacha un poco y te mira a los ojos y te sonríe, o te pone una mano en la cintura de esa manera que sabes que está ligando pero te da un poco igual. Es fácil y es fluido y es un poco lo que ella estaba buscando cuando se largó de casa.

También le saben los labios a esa libertad seca, a tabaco y a alcohol, y sigue con la mano en su cintura cuando llegan a casa, y se ríe entre sus sábanas, pero los ojos le dicen no te olvides de que soy un cabrón y no te esperes nada mañana, y a Cher le da enteramente lo mismo, porque ni lo quiere ni lo esperaría, y ya lo sabe, así que se deja clavar en el colchón y luego se duerme tranquila, el sabor del alcohol y de la piel de Louie en el fondo de la garganta, un sonido de tacones ahogados a lo lejos y él yéndose a su habitación.

La mañana siguiente se escucha turbia -una voz de soprano llena de reproches, la risa ronca de Louie en un desafío y los pasos ligeros de Gabe saliendo por la puerta como intermedio- entre sus sábanas, pero no se mueve hasta mediodía. Para qué.

viernes, 19 de julio de 2013

Cáete nada más llegar a tu destino, lidera revoluciones.

A Corina Rina Bourbon la llamaban la nueva Cassidy Cassidy. Era una explosión. Se reía muy alto y en la primera foto suya que se había hecho viral llevaba el pelo teñido de naranja. Algunos decían que había sido culpa de Freek Vinter. Y, por supuesto, había sido culpa de Freek Vinter.

A Cassidy Cassidy, que sabía que había sido una moda y una cara bonita, que sabía que, digan lo que digan las películas, los iconos no duran, todo el asunto le hacía mucha gracia. Por supuesto. Rina era mucho más guapa, que era lo que contaba. Mucho más inútil, pero eso ni interesaba ni lo sabía nadie.

Gato, por supuesto, no tenía ni idea. Sabía quién era Rina Bourbon, pero a los gatos nadie les cuenta los entresijos de los demás y él estaba demasiado ocupado con sus tejados como para que le interesaran. Rina lo sabía porque había tenido internet. Le gustaba un poco. Rina Bourbon, la nueva Cassidy Cassidy.

Nadie la comparaba nunca con su hermana. Normal.

Oona Bourbon se había tomado todos y cada uno de los fines del mundo como unas vacaciones. Podría sonar cínico pero a ella y a su cazadora llena de remaches les daba enteramente lo mismo. A Oona Bourbon le habían dado una medalla una vez y había acabado empleándola como chincheta para colgar una lista de la compra que era siempre igual, palomitas, whiskey, tabaco y café. Todos querían a Oona Bourbon porque la necesitaban y ella aún no estaba segura de haber luchado en el bando correcto, cinco años después.

Era la mejor amiga de Cassidy Cassidy. Las primeras revueltas la habían cogido donde estaba por casualidad. Mandaba bien.

Nadie se atrevería nunca a comparar a las hermanas Bourbon.

Cuando Rina y Gato llegaron a La Casa, Gato no sabía nada de esto y Rina se cayó por las escaleras. Mientras la ayudaba a levantarse, Oona apareció en la puerta y mordió una sonrisa mientras comentaba que

-Eso es una metáfora de tu vida, hermanita.

jueves, 11 de julio de 2013

Your hair is on fire, you must have lost your wits, yeah?

All the other kids with the pumped up kicks,You better run, better run, outrun my gun.All the other kids with the pumped up kicks,
You better run, better run, faster than my bullet.

Las noticias zumban en el televisor mientras Gabe se pregunta si con unos cuantos años más él no hubiera sido uno de esos niños con una pistola. Tiene la capucha calada pese a estar dentro de casa y las mejillas húmedas, los ojos aguamarina enrojecidos.

No tiene manos para liarse un porro, ni valor para ir al cuarto de su mejor amigo.

Y aún así, entiende el navajazo. Hay gente que defiende lo suyo como un verdadero león, y él no debería meterse con ellos. Gabe sabe de normas y aprende rápido. No sabe bien de golpes que se devuelven, así que lo archiva, lo archiva todo.

Una madre llora por su hijo y él sabe que podría haber salido peor, que podría haber salido más tóxico, mucho más.

En el fondo Louie tiene razón y sí que tiene cosas que deberle a Alistair. Gabe podría haber sido peor. Al menos tiene un techo y una cama para él solito.

Suspira mientras el reloj marca las cinco de la mañana y se sorbe la nariz, augurando el resto de lo que le queda de noche en vela, preguntándose por qué se pone las noticias y no la MTV. Igual es por no ver Sixteen and Pregnant. Eso sí que le da pena.

Las reposiciones del canal 24h tienen algo de amargo en los bordes de la imagen, un aire de novedad que ya no lo es, todo lo contrario a releer un libro, porque releer un libro es reencontrarse con un buen amigo, un puñado de letras conocidas a las que regresas porque te marcaron. Una redifusión en la cadena de noticias a Gabe le hace removerse en su asiento y llorar por cosas que prefiere no entender. Siempre eligen las peores para sus noches en blanco.

Le da a un par de botones al azar y acaba en un canal de música que no le suena de nada (seguro que es cosa de Lester, porque Lester se traga todos los vídeos musicales del mundo sólo porque así corroboro que todo lo que se escucha por ahí es mierda) pero en cuanto ve que esos que empiezan a tocar en un vídeo tan raro son Foster The People hace una mueca y cambia a otro. Ah, Kanye West. Ah. Mucho mejor.

(Es gracioso porque sin toda esa mierda hipster y toda esa puta manía de las ovejas esas con gafas de pasta de ir a tiendas a las que antes sólo iban los que escuchan buena música y algún que otro OVNI no hubiera empezado todo esto, todo esto que es tan nuevo.)

No sabe por qué, pero acaba viendo las noticias otra vez cuando empiezan a poner a Madonna. En algún momento entre el testimonio de unos niños de un orfanato sobre la visita de no-sabe-quién y las imágenes de un ComicCon se queda dormido, con las mejillas casi secas y la capucha aún puesta.

((Sale a las ocho de la mañana como un fantasma, un fugitivo, un nudo en el estómago, gotas de agua enredadas en su pelo y una camiseta que le gusta bastante, y cuando Eric le pregunta, todo ojos castaños y preocupados, que qué le ha pasado, está a punto de echarse a llorar y contárselo todo, desde el principio.

En su lugar le sonríe de medio lado y se sube al coche por la puerta del copiloto, dejando caer que hoy seguro que no me dejas conducir, ¿verdad, mister Gafapasta?))

martes, 9 de julio de 2013

Los que hundimos barcos luego volamos alto.

Y era una tarde tonta y caliente,
de esas que te quema el sol la frente.
Era el verano del noventa y siete,
y yo me moría por verte.

El calor era espeso y casi líquido entre los pocos turistas que poblaban terminal. A Gato siempre le había parecido que no hay nada más triste que un aeropuerto semivacío, pero ahí estaba, sentado en un incómodo asiento azul, con una bolsa de deporte desvencijada entre las piernas.

Le habían dicho que sería pelirroja y no le habían dado más señas.

Y allí estaba ella. Caminaba con unas botas acordonadas hasta la rodilla pese a la temperatura, de un negro que absorbía la luz, o casi, y llevaba un trozo de tela que. siendo amable, podría llamarse camiseta y que le cubría casi hasta el ombligo. El nombre del grupo de música estaba tan borrado que ni se adivinaba. Indecente. Tanto como los shorts rosa chicle que dejaban ver los prominentes huesos de la cadera, uno cubierto por una tirita y el otro tatuado. Un tigre en blanco y negro. Gato tragó saliva. Allí estaba ella.

Había un problema. Le habían prometido una pelirroja y Gato distinguía muy bien el rojo del castaño claro. Pero ahí estaba, plantada delante de él. Porque era ella, y el tigre parecía casi amenazante. Sonreía.

-No eres pelirroja. -Porque Gato era muy bueno saltando tapias y sobreviviendo pero su elocuencia era escasita.

Ella se rió.

-Sigue sin ser una de las peores frases para ligar que he oído. Con un par de meses hasta podría encontrarte a alguien que no entendiera el idioma para que te echara un polvo.

Se llamaba Rina. Rina Bourbon. Y tenía historias que contar.


jueves, 4 de julio de 2013

Límite

(Aguanta, aguanta el tipo, pequeña. Aguanta porque es lo que se espera de ti. Aguanta, aguanta el tipo. Que no vean que te rompes. Que no vean que estás loca. Aguanta porque es lo que te enseñaron. Aguanta porque no sabes hacer otra cosa.)

Tienen los ojos igual de grises y se miran directamente, sin cortinas de humo. Entre bambalinas (o apoyado en el marco de la puerta), Louie se muerde las uñas. Gabe contiene la respiración. Laura está enfadada y Cher, la pobre Cher, no entiende nada. Como siempre. Tienen los ojos igual de grises y él casi se está riendo cuando dice que

-Tienes razón. Eras una buena madre.

(Y ella aguanta, aguanta el tipo. Lo aguanta por el resto aunque no lo reconozca. Lo aguanta porque es lo único que puede hacer. Aguanta el tipo y, por enésima vez, jura venganza.)

lunes, 24 de junio de 2013

Como si Colin creyera todavía en las pérdidas.

Pitia escupe la sangre y se sentiría patética si sintiera algo en absoluto, algo que no fuera el sabor metálico del paladar y las manos de Colin recogiéndole el pelo en la nuca. Casi puede imaginárselo, detrás de ella, con esa expresión indescifrable de cuando está triste.

Claro que está triste.

-Debe de ser una putada que todo lo que te queda en el mundo se esté muriendo, ¿no, McGrawson?

(Porque Rasputín no cuenta
y en realidad Loras nunca contó.)

martes, 4 de junio de 2013

and nobody has to guess that baby can't be blessed.

Conduce con calma, rodando por las calles como si supiera exactamente a dónde va. Pero no tiene prisa, claro que no tiene prisa, porque no la tiene nunca, y Cher se siente más incómoda que en toda su vida, viéndola de perfil, los ojos fijos en la carretera y el mismo gesto adusto que cuando la conoció. Se siente fuera de lugar, en ese coche tan grande con esa chica tan pequeña.

-Mira, Cheryl. -Empieza a hablar y ahí está otra vez, ese odio contenido que no, no va hacia ella, por supuesto. No la mira y gira el volante.- Sé qué clase de persona eres. Te sentías demasiado grande para el estanque tan pequeño que era tu pueblo y lo entiendo, y te fuiste a la ciudad, pensando que te reencontrarías con tu padre o que un tío muy majo te alquilaría una buhardilla indie y que trabajarías en un Starbucks durante un tiempo, antes de despegar, conocer a alguien y ser una de esas protagonistas jovencitas de comedia romántica. Vale. Lo entiendo, mira, es un buen sueño. Modesto, pero un buen sueño. Tendrías que haber leído menos, en mi opinión. -La voz de soprano se rompe un poco en esa última frase, como si le doliera algo dentro.- La primera parte del plan se torció y te encontraste con Louie, que es un actor bastante malo pero miente bien, y sabe fingir que es toda esa libertad que buscabas, y aceptaste la mano que te tendía. Eras muy grande para Crenbay, pero eres muy pequeña para todo esto, chica. Lo siento. Y sé que lo pasas fatal cuando Alistair te pide un favor y eso es absolutamente normal, pero también sé que eres la clase de persona que ve buenas intenciones donde parece que las hay. Eso es un error. No quiero que te equivoques conmigo. No estoy haciendo nada por vosotros. -Y la mira de reojo y Cher traga saliva, porque no sabe si tiene razón pero algo le dice que sí, y nada en su expresión le está diciendo que le mienta, que tenga algún motivo para ello.- Si os protejo es porque no tengo otro remedio. Y si os ayudo... Mira. Es un daño colateral. -Como la bofetada de Alistair que aún lleva en la calcárea mejilla (Cherry no la vio pero la oyó, y, joder, dolería seguro), como Lester despareciendo o la navaja en la mano de Gabe.- Me da enteramente lo mismo ser vuestra salvadora o la mala de vuestra opereta. No busques más, porque no hay. No me importáis lo más mínimo. Pero, Cheryl Bledvins, si me haces un favor, ten por seguro que te lo devolveré. Y también funciona al revés. Jódeme y estás jodida. -Le dedica una sonrisita encantadora antes de parar frente al apartamento y baja después de ella.

El décimo escalón cruje bajo sus pies cuando entiende que es cierto, que ellos se han metido en su plan de venganza y no van a poder evitarlo. Se gira para mirarla, la diferencia de altura aún más evidente porque Cher está más arriba, como si eso pudiera cambiar las cosas. Ella ladea la cabeza, un suspiro de paciencia y esa expresión otra vez. Sorpréndeme.

-¿Vas a seguir con esto? ¿Caiga quien caiga?
-Veo que ya lo vas entendiendo.

(Los imperios se rompen desde dentro y la pequeña señorita lo sabe bien.)

martes, 28 de mayo de 2013

D.D.P.

Drea Schaffer no es más que un fallo del sistema.  Drea Schaffer es la que sabe que todo está mal, que no es nadie. Drea Schaffer tiene miedo.

Y los dedos -garfios de hueso y piel, apenas un gramo de carne insinuado- de Dédalo lo saben y buscan en su cuello un sitio por donde hacerla estallar con su voz sedosa y siseante, una alteración fingida que se arrastra como un silbido por la caracola de su oreja. Voz de serpiente y ojo de lobo hambriento, y esa, justo esa sonrisa de loca que se ríe de la garganta que tiene entre las manos. Drea podría gritar.

Drea podría gritar porque vive sola rodeada de gente, porque no era una chica de tópicos pero después de vender el color de su pelo (era negro, negro intenso, negro rebeldía y negro noche. Era bonito de una manera tan rotunda de no serlo que ahora la asustaría) resultó que sí y ocupa un minúsculo apartamento debajo del mismo tejado que lleva coronando ese edificio (que se caería a pedazos si las grietas no estuvieran demasiado cómodas como para permitirlo) más de cien años y sobre el que la lluvia siempre desafina. Tiene una vecina justo en frente, que es tarotista o-algo-así y que arrastra las palabras cuando contesta al teléfono que comparten en el rellano. Drea podría gritar.

Antes de vender su color de pelo y su calcetín izquierdo -aquella noche, ¿no? aquella noche que se reía como si no le fuesen a quedar pulmones, de compañías desconocidas y nombres sin rostro a los que también les faltaban letras- Drea no gritaba excepto cuando lo hacía, y meneaba una figura pequeña pero matona y a veces abría la boca un poco así, como ahora, y fingía que estaba asustada. Los dedos de Dédalo llevan guantes en los impares y nadie lo entiende y mucho menos ella, pero le acarician la yugular como si dijeran ¿tienes miedo?


Siempre.

-Dónde está tu cuaderno, Drea. -Canturrea la bruja tuerta una y otra vez, sin esperar contestación aunque sea obligatoria.- Dónde, dónde, dónde, dónde. ¿Lo has perdido, Drea?

Qué hay en el cuaderno de Drea, no lo sabe ni ella. Sabe pocas cosas de algo que es muy suyo, tapas marrones y folios blancos manchados de carboncillo, un buen intercambio. Algo le dice que no lo está usando bien. Dédalo le dice que no lo está usando bien, pero se lo dice sin palabras y sin gestos, se lo dice con ese ojo de depredadora que también le comunica que si no te he comido es porque no tienes carne.

Tal vez se lo advirtieron, tal vez la acusaron de loca -no, la bruja tuerta no, porque la bruja tuerta es una sicaria de mala muerte que no tiene nada que hacer y a la Drea de pelo blanco le da hasta un poco de vergüenza tenerle miedo- y le dijeron que era un precio alto, pero Drea quería sueños y sueños compró, porque hay una tienda en una esquina que casi los regala, Dre, y podríamos, ¿sabes? Ser todo eso.

-Vaya manera de desperdiciar un color de pelo tan bonito, Schaffer. Te creías que comprabas sueños y te llevaste de regalo un poco de cordura. Los cuerdos nunca sobreviven al mundo de los locos, ¿sabes? Es el destino. Los soñadores sois un montón de cuerdos y un buen día compras un cuaderno especial y, año y pico después, arreglas la sinfonola equivocada. Y cometes errores. -Hay un dedo par justo bajo su mandíbula, uñas morado chillón y descascarillado que pinchan- Los cuerdos y los soñadores no llegáis a ninguna parte, y has perdido el cuaderno y eso está prohibido, Drea.

Dédalo se ríe porque se ríe siempre y Drea no grita, porque tiene los ojos verdes enredados en el único que tiene la bruja y no se atreve a gritar pero no cierra los ojos, tal vez porque aún tiene esperanza, tal vez porque sí que sospecha dónde está el cuaderno.

Tal vez porque Drea tiene miedo y comete errores, y está cuerda,
pero sabe mirar a la muerte a la cara.

Sabe cómo suenan los huesos al romperse, el mismo crujido siniestro que es irónico que evoque alguna infancia de la que jamás hablaría, el mismo crujido siniestro de hace un año, de la chica que se estrelló contra el suelo y a ella le pareció que se reía. Sabe cómo suenan.

Lo sorprendente es que no son los suyos.

jueves, 23 de mayo de 2013

Hysteria Jazz.

La culpa fue vuestra por juntaros con los tres jinetes de la nada que reinaban en un cotarro de mierda. Cosmópolis por aquel entonces sobrepasaba los dos millones de hormiguitas y ellos no pisaban ninguna porque no querían. Tres sicarios sobrenaturales a los que cometisteis el error de no temer, mientras ellas se reían y él meneaba la cabeza, porque nunca le disteis tanta pena como cuando acudisteis a ellos.

Para algunos de vosotros no era más que un juego, ¿verdad? Una broma, un chiste más de aquella espalda cicatrizada como un mapa, de aquellos dientes afilados que convencieron a una hermana pequeña que era explosiva y se dejaba arrastrar para que comprara sueños a cambio de su pólvora. Una necesidad, la búsqueda incesante de un ancla, algo que hacer para un niño perdido que todo el mundo había olvidado. Fuego, para él, el que ardía sin llama, para que tuviera razones.

La culpa fue vuestra y fuisteis a su tiendecita de la esquina demasiado pronto, demasiado tarde, en situaciones demasiado diferentes, en busca de un puñado de salidas. Venderle el alma al diablo nunca es una solución.

Ciel siempre fue un alma en pena y siempre se ha arrepentido de lo que os hizo, y Dédalo se reía porque hubo algunos que se lo hicieron pagar. Sus jefes se vengaron cuando ellos volvieron llorando a casa como niños pequeños.

Hysteria Jazz entra al Gorges' y hay un reflejo de fatalidad en su pelo por debajo de las orejas y su falda sobria. Camisa blanca, tacones que suenan a cascos de caballo, una sonrisa que nunca llegará a serlo cuando nadie sabe quién es, cuando la sinfonola vuelve a estropearse y Colin se agarra con fuerza a la barra, como si se creyese que algo pudiera salvarlo. Danny y Felicidad se miran, qué hace una ejecutiva así en un antro como el suyo, pero ella se pide una cerveza, una cerveza de una marca específica que todo el mundo sabe que no tienen pero que el camarero le pone delante sin decir nada.

Una vez una puta, siempre una puta, ¿no, Flame?

jueves, 16 de mayo de 2013

hay una tienda en la esquina que casi regala los sueños, y podríamos, Dre. Ya sabes.

La chica que vendió el color de su pelo ya no sabe bailar tangos y ayer arregló la sinfonola del bar que hay entre la librería a la que le gusta ir a Mireille y el cementerio de muñecos que Rasputín no pudo arreglar. Ahora el cuaderno no está y se le agolpan unas lágrimas que no tiene mientras revuelve entre sus escasas posesiones -tres pinceles que a lo mejor son más viejos que su abuelo, esté donde esté, un bote de pintura roja, un par de libros descoloridos y ajados (el de poesía siempre finge no haberlo leído nunca, el otro estaba ahí cuando llegó) y algo de su ropa minúscula y siempre demasiado fina- porque la chica que vendió el color de su pelo acaba de romper el contrato más importante de su vida (y el único que ha tenido). Si cierra los ojos puede percibir por el rabillo su imagen, pero se le acumulan otras, la de los ojos casi marrones de un camarero que le dio la sensación que se reía de ella, la del chico de la espalda ancha que tanto le sonaba pegado a un pinball. Pierde la concentración y su antiguo yo se alegra de que por lo menos ahora estén asustadas por un motivo.

Podría llamar a Ras. Podría llamar al viejo St para que se riera de ella con ganas y su risa aún crepitara más a través del auricular del teléfono prehistórico del descansillo. Podría intentar que su vecina le tirara las cartas.

Los dedos de Dédalo -una insultante mezcla de piel y hueso, como garfios y sólo enguantados los impares- se aferran a su cuello como si ya supieran qué va a pasar ahora. ¿Está asustada, la chica que vendió el color de su pelo?

jueves, 9 de mayo de 2013

La soledad del bar es casi tan amable como la de su minúsculo apartamento no muy lejos de allí. La oscuridad casi completa y una caja de cerillas cerca, la luz del cigarrillo todo lo que necesita en ese momento. Se está poniendo perdido de ceniza, porque siempre se pone perdido de ceniza y no pasa nada, que es lo que toca y lo que pasa siempre, como si los cigarros ardieran más rápido junto a él. Hay quien diría que todo arde más junto a él.

La soledad del bar es agradable, hasta que no lo es. Un crujido y un montón de recuerdos que nadie ha invitado que lo invaden como una marea, lenta, imparable. No es más que un crujido.

Pero Colin es un niño de seis años de la mano de su madre, con el pelo rizado sobre los ojos y un hombre altoaltoalto junto a él. Mike. El padre de Loras. Loras, que también está ahí, pequeñito y con esa mirada enorme que aún conserva, sentado sobre los hombros del (aún) novio de su madre.

Es algún tipo de manifestación, o un discurso, o cualquier otra cosa, porque hay mucha gente y él es muy pequeño y la mano de su madre es suave y firme a la vez contra la suya, y ella lo mira y le sonríe y es una sonrisa real, que reconforta y alienta, una sonrisa que Colin no ha visto en muchos años en la cara de Olivia. Oye voces a lo lejos, un ruido blanco que su yo de seis años y medio ni siquiera tenía en cuenta, y a Mike riéndose de algo. El recuerdo pincha en las esquinas y se clava fuerte en su cabeza.

Colin, el Colin real, más de quince años mayor, tose y se hunde las uñas en el antebrazo. Fuera, fuera. Fuera recuerdos. La piel se rompe.

Y Colin es un adolescente muerto de miedo, catorce años de piel y huesos que se gana la vida como puede (de esa única manera), una historia ligeramente más escabrosa por delante que acaba cuando estrella un coche en llamas contra un supermercado.

El torrente es rápido y frenético y si duele, duele de otra manera, no con nostalgia sino como si tuviera un lazo en la garganta, uno que aprieta y un peso extraño sobre los hombros (un viejo conocido). El recuerdo de la adrenalina y del coche y del fuego se queda en su cabeza un poco más.

Se apaga el cigarro en el brazo y aprieta los dientes, con fuerza. No, ya no, ya no está ahí. Contiene el aliento antes de que venga una tercera parte. Siempre hay terceras partes, Colin no cree en las treguas de su propia mente. Durante un rato no hay nada, nada excepto la claustrofobia y el humo disipándose poco a poco, hasta que el tercer recuerdo llega y

Y Ámbar Tyson está plantada justo frente a él, el ceño relajado y la mano izquierda en la cadera, el pelo teñido de rojo tan brillante como siempre. Lleva una chaqueta blanca remangada y hay una papelina en el suelo. Exactamente igual que la última vez que la vio. Porque esa es la última vez que la vio, a Ámbar Tyson, que le plantó el beso más raro que le han dado en la vida, antes de decirle que que le jodan al mundo, Colin, ya nos veremos en la próxima vida y saltar de la azotea.

Como siempre, lo que lo ancla al presente es el crepitar de la cerilla que se las ha arreglado para encender, raspándola a ciegas contra el borde de la caja. Se apaga rápido y entonces cae en la cuenta de que el ambiente se ha hecho mucho más pesado y denso, que no era sólo su imaginación y esa vocecilla que no se apaga nunca y que vive permanentemente en su cabeza y que ahora lo único que se limita a decirles es saldeaquísaldeaquísaldeaquí. Este, supone él, es el mejor momento para buscar una linterna o de preguntar un estúpido y tembloroso ¿hay alguien ahí?

Para qué, si ya lo sabe. Se termina la cerveza -que de repente está fría como el infierno- de un trago y se enciende otro cigarro, con calma, casi con parsimonia. Para qué, si ya lo sabe. Para qué, si busca otra cerilla y la prende y la sostiene a la altura de  los ojos. Es mejor defensa de lo que parece, y él lo sabe o lo sospecha, por cómo frunce el ceño cuando ladra un

-Qué queréis de mí.

(Y es el momento para un cambio de planes.)

sábado, 4 de mayo de 2013

Los ciento cincuenta sueños rotos de Isaac y la pesadilla que seguía entera.

La flecha (era una flecha, Xerxes podía jurarlo aunque no se creyera que alguien pudiera emplear algo tan rudimentario, aunque no hubiera visto en su vida una flecha, aunque hubiera leído sobre ellas porque sí, Annie, ahora resulta que leo libros) se hundió en el hombro de Isaac nada más pisar el suelo polvoriento del almacén.

El eterno soñador sonrió. El hombre tranquilo miraba tan divertido como siempre, mordiéndose la cara interna de la mejilla y disfrutando del espectáculo de Annie, toda ojos pardos llenos de furia y una mueca que enseñaba los dientes afilados de tiburón, y de Pandora, un remolino de párpados caídos y agresividad por todos los poros, porque Dios nos libre de aguas mansas (y eso que no lo era); volviéndose locas. Nadie tocaba a su Isaac, al parecer. A Xerxes le hubiera dado envidia si sus heridas fueran anteriores a todo aquel desastre.

A ellas las sujetó él, porque su amigo no parecía tener muchas ganas de moverse (la flecha en el hombro, claro, cualquiera querría).

La chica rubia que estaba ahí, parada en medio de la nave con una mano en la cadera y una ballesta descansando en la izquierda, el pelo rubio cayéndole por la espalda de tal manera que a Xerx le entró vértigo y la expresión desencajada. No había más flechas. Bueno.

El suspiro hubiera sido general, entre ellos y los Rebeldes, si no fuera porque la chica arrancó a correr hacia Isaac. Si no fuera porque levantó el polvo en cada zancada y aún levantó más cuando lo tiró al suelo, pegándole con fuerza.

Él se dejó golpear como siempre admitía el primer golpe, sin devolverlo y sin moverse. También soportó el segundo, y el tercero, e incluso el cuarto, aunque su mandíbula soltó un crujido no muy halagüeño. Casi le hacía gracia, al muy cabrón, o al menos lo parecía. Tenía un reflejo de sonrisa hacia la derecha (¿o hacia la izquierda?). Ella gritaba. Se desgañitaba mientras su puño se alzaba y caía, en un ritmo casi frenético.

-ISAAC TURNER ERES UN GRANDÍSIMO HIJO DE PUTA.

El eterno soñador terminó de sonreír y se incorporó -no parecía importarle ni la flecha, ni la sangre de la nariz, ni el ojo que iba a cerrársele, ni una rubia de estatura media vestida de cuero que estaba sentada sobre su estómago- sobre los codos.

-Eh, C. Se supone que esa es la idea.

Nadie suspiraba de alivio, excepto esa nota discordante y minúscula que era Xerxes. Pandora se desinfló pero sus ojos seguían pidiendo explicaciones. Annie tenía preguntas brillándole en la punta de una lengua, como siempre. Lo que el resto no sabía es que jamás llegaría a escucharlas, porque las preguntas que Annie le hacía a Isaac, las preguntas de verdad, que prometían el derecho a obtener respuestas a cambio, las hacía a solas.

Casi pareció que la chica se echaba a llorar antes de soltarle otro puñetazo. Isaac le plantó un manotazo en la frente, quitándosela de encima como si no fuera la primera vez que lo hacía.

Siempre habían sabido que Isaac tenía historias que contar.

jueves, 2 de mayo de 2013

Coches policía tras la ciudad (en el rompeolas aún se huele el sol)

-Te has enamorado del chico equivocado.

-No eres tú, Xerx.

-Ya lo sé, tonta. Yo aún sería mucho peor.

-Es mi vida.

-¿Y? Una cosa no quita la otra, ya lo sabes. Te has enamorado del chico equivocado y, ¿sabes qué? Ahí tus huevos. Aunque sepas que no es lo que tenías planeado.

-Mis planes se torcieron cuando llegué a Roengroen. -Y era verdad.

(Pandora Flowers tenía la vida planeada y se le desordenó. Y entonces decidió ser un desastre natural.)

No hables de futuro, es una ilusión
cuando el rock n roll
conquistó mi corazón.

jueves, 25 de abril de 2013

Cuando volvimos a caer.


Ese antiguo dios ha hecho caerse el sol de su cielo metálico. Ha parpadeado tres veces, las bombillas chillando, y se ha caído en mitad del desierto, una nube de polvo lenta y densa mientras se encienden las estrellas, sacadas de su sueño demasiado temprano.

Ese antiguo dios ha traspasado la bóveda, falsa y opaca, con uno de sus rayos y se ha abierto un agujero que deja entrar aires nuevos y de tormenta. Se ha alzado un martillo, tal vez esté a punto de llover y tal vez sea lluvia de la de verdad.

Esa antigua diosa camina entre el jardín de los manzanos que está en la parte alta, donde van a comer los chicos jóvenes los sábados, con sus manteles de cuadros a la manera de la Vieja Gente, y los hombres pelean y pelean y pelean, las manzanas rojas en el suelo y la sangre roja las mancha, y ella se ríe, se ríe.

Aquellos antiguos dioses disparan flechas de lujuria desde todas partes y desatan las pasiones equivocadas, y la masa de cuerpos se retuerce, difusa, vista desde un punto alto. Ojalá estuvieran disparando a ciegas, porque tal vez serían justos.

Las junglas de asfalto hierven cuando los de abajo rugen en su ascenso, mojados por el agua de la laguna Estigia, y vacíos como cáscaras de nuez en las papeleras que nadie usa.

Resuena el clamor más allá de los Muros sagrados de plástico. Una burla que no tendrían en cuenta de no estar enfadados. Tal vez hayan sido las cabras-hombre, tal vez sean cascos de caballo. Los que deben cabalgar, cabalgan, ya sea por tierra o por aire.

Ese antiguo dios levanta el tenedor, sentado en la mesa de un restaurante de marisco, y las olas baten contra los acantilados, intentando tumbarlos, intentando llegar, intentando responder a una llamada antigua y esperada, mientras los que viven cerca gritan y tiemblan, porque no conocen la advertencia, porque en su planeta silencioso no se la contaron, porque la Vieja Gente no dejó pistas cuando se fue de la tierra.

Las grietas se abren como aullidos de chacal, lo Oscuro se agita en alguna parte, porque lo Oscuro no le pertenece a nadie y nadie debería haberlo mandado a dormir hace tantos siglos, porque lo Oscuro es suyo, suyo, suyo, y se agita cómo y dónde y cuándo quiere.

Los últimos hombres se abren las gargantas sobre las aceras, la humanidad dos punto cero, ahora con aún más arrogancia y aún menos motivos para fiarse los unos de los otros, de rodillas frente a un destino al que eran ciegos. El castigo por la arrogancia de los arrogantes, por volver a un planeta que los expulsó.

Ante ellos, bajo ellos, sobre ellos, tras ellos, la destrucción avanza. Los lúcidos entre los lúcidos no lo ven y parpadean ante los antiguos dioses. Tal vez haya alguno que los quería de verdad, y que llore por los hijos de sus hijos, que se fueron y volvieron a intentarlo. Tal vez uno llore, pero ese antiguo dios que cruza la jungla de asfalto esquivando a las arrogantes farolas subido en unas botas con alas de golondrina, se ríe, veloz e irónico.

Diana nació con nombre de diosa y nunca lo supo, y camina por la calle mientras llueven ranas y sangre durante los cinco minutos que dura una lluvia tan hortera, y alza los ojos hasta el agujero por el que se han filtrado. Las ranas, la sangre, el castigo por todos sus crímenes. Diana frunce los labios pintados de un rosa pálido y se encoge de hombros. Bueno y qué, dice la generalización de una generación detrás de otra de hombres y mujeres que creyeron que el mundo volvía a ser suyo para destrozarse los unos a los otros de sus mil infames maneras favoritas. Siempre salimos de esta.

Y a Diana la atropella una valquiria cualquiera, y no es sino otro corazón abierto sobre el asfalto inmundo, viejo y nuevo a la vez.

Otros que no son Diana se quejan porque nadie les había avisado, nadie excepto los primeros hombres, pero quién escuchó a los primeros hombres, los descendientes directos de la Vieja Gente, que volvieron a la Tierra desde el planeta silencioso. Quién, eh, quién.

Hay dos antiguos dioses que pisan el asfalto y algo rompe del todo. Los antiguos dioses se ríen, y se unen a sus carcajadas diez sibilas con traje de prostituta apostadas en diez esquinas diferentes de la jungla de asfalto.

En una habitación de suelo de madera, destartalada y llena de libros y de barajas de tarot que tienen tantos años como la Nueva Sociedad, sentada en su silla de tres patas y con los zapatos de piel de serpiente tan falsa como todo el resto del atrezzo sobre una mesa muy alta, Pitia abre su boca pintada de verde y profetiza el segundo fin del mundo, acompañado de una nube de humo.

Y los primeros hombres se retuercen en sus tumbas de acero.


(No sé bien qué es esto. Un cuento. La  continuación de otro que nunca acabé.)

domingo, 21 de abril de 2013

Just our lifestyle

Te pasas la vida disculpándote. No eres nadie y le importas a la gente (a veces). Eres rayos de sol y algún día te vas a apagar.

Y qué más da(s).

sábado, 13 de abril de 2013

Cuando dejamos Roengroen.

Ya no puedo darte el corazón,
iré donde quieran mis botas.

A las dos semanas de que empezara a llover, se habían largado.

Fue difícil porque ellos eran difíciles. Porque la estructura de una sociedad así era difícil y no se podía salir así como así. Por lo general, no se podía salir y punto. Tal vez el agua había desconcertado a los guardias tanto que no se dieron cuenta, o tal vez Isaac sí que había hecho un pacto con alguna criatura del inframundo.

Tal vez Pandora había llamado a la lluvia.
Aquello era una tontería.
Pero tal vez fuera verdad. Xerxes nunca lo dijo.

La cosa era graciosa porque se habían ido todos juntos, dejando Roengroen atrás, con sus edificios seguros, altos y grises, con sus vidas grises que no tenían nada de malo, sólo porque soñaban con huir y hubieran soñado con huir aunque hubieran vivido en cualquier otra parte. Podría haber sido así. Ningún habitante de Roengroen ha nacido en Roengroen.  Eso lo sabe todo el mundo.

No había niños en Roengroen. No se criaba en la ciudad, porque estaba demasiado cerca del desierto, porque había estado demasiado contaminada. Porque estaba en medio de ninguna parte, justo en el centro de un desierto árido y terrible, conectada por mil carreteras a otras mil ciudades que tenían nombres casi maravillosos y sobre las que sí que llovía. Pero si vivías en Roengroen, no te irías nunca de Roengroen. Nadie quería que le asignasen allí, y, cuando lo hacían, los trenes arribaban a la ciudad llenos de jóvenes que contenían (o no) su resignación. Lo único que podías hacer era querer formar una familia con alguien, que te dieran el permiso y el visto bueno. Y entonces te marchabas lejos, por una de esas mil carreteras a una de esas mil ciudades en las que sí que llovía. Apenas un par de parejas dejaban la ciudad al año. La media estaba en 1'2, pero eso es imposible.

Llegabas cuando rondabas los dieciocho. Sin familia, sabiendo que nunca la volverías a ver, porque Roengroen no admitía visitas. Te habían asignado un trabajo relacionado con el que desempeñabas en tu lugar de origen. Cuando llevabas unos cuantos años ahí, podías escribir una solicitud para abrir un negocio. Había unos cuantos. Muchos trabajaban donde las armas. Pero Roengroen no era conocida por eso.

Desde la Gran Guerra, todos los niños de la nación estudiaban geografía a partir de los siete años. Todos estudiaban historia desde mucho antes, incluso cuando eran demasiado pequeños para entender cuando pasaba, incluso cuando eran demasiado mayores para preguntarse de qué les servía. En ambas estudiaban Roengroen.

Roengroen la Antigua había estado situada en exacto el centro del país y había sido arrasada hasta los mismísimos cimientos. Cuando la guerra acabó, decidieron moverla cuarenta kilómetros al oeste, mucho más cerca de las minas. Y por eso era conocida. Por las minas, más que por las armas. Porque nunca llovía. Porque nadie sabía qué había en las minas exactamente. Porque nadie quería ir ahí. Sin familia y sin posibilidad de conseguir una. Sin saber quién había ahí. Sin más perspectiva, al bajar del vagón, que el cielo abierto, azul brillante, el desierto (lleno de terrores, los desiertos siempre están llenos de terrores), y el calor, siempre el calor, un compañero para toda la vida.

Xerxes Eidos había llegado ahí a los diecisiete y fue el único que no lloraba al subir al vagón, el único que sonrió al bajar. ¿De dónde? Del sur, del sur, decía. Siempre decía eso, casi nunca daba más datos. Tenía cinco hermanos, les había dicho una vez. Tenía una cicatriz larga y fina en el brazo izquierdo, hasta la clavícula. Hablaba de medusas, fuera lo que fuera una medusa. Hablaba de sueños y de agua cuando no había de ninguno de los dos para nadie. No sabía llorar, pero siempre tenía la sonrisita de disculpa preparada, porque no se me dan bien las personas, argumentaba. Qué mal argumentó siempre Xerxs, pero qué arte tuvo siempre para salirse con la suya. Annie le preguntaba sobre todas las tonterías del mundo, sobre el mar y sobre la chica que dejaste en casa, ¿existe? y sobre su corazón seco, porque Annie siempre le susurraba en la caracola de la oreja que, si le quedaba un poco, así lo tenía. Xerxes Eidos arreglaba tranvías, y sabía más de cómo era una máquina por dentro que de cómo era una persona. La gente respira, decía. Las personas son complicadas. Era un pirata, pero de los buenos, de los que no tenían parche, ni loro, ni barco, ni nada, pero sabía cómo contar estrellas, y dónde estaba el norte. Era una vieja canción de marineros silbada casi bien. Era voluble. Fluía, pero permanecía. Coqueteaba con lo que está mal, bailaba un vals con lo que está bien y los dejaba a ambos tirados para irse a jugar un billar con la irresponsabilidad más discreta del mundo.

Tenía una risa contagiosa, Xerxes. Algunas veces parecía que iba a estallar, como las tormentas, y se le nublaba la pupila derecha, y apretaba el puño y la mandíbula. Pero nunca lo hacía. No era de los que explotaban. Nadie podía pedirle más de lo que daba, porque no lo daría. Y él no quería nada, nada, nada, porque era feliz, feliz de una manera flotante y difusa. Tenía muchos fantasmas, pero los aceptaba. Era entusiasta hacia dentro. Experto en nada. Nunca preguntó, pero contaba las mejores mentiras historias de este mundo. ¿Estaba loco? No sabían. Pero estaba ahí, como una huella imborrable.

Gracias a él, no perdieron el norte nunca. Gracias a él, no se volvieron locos en aquel vehículo, en aquel desierto (que sí estaba lleno de terrores), en aquel millón de horizontes que les esperó en una huida que nadie supo nunca si era hacia delante o hacia atrás.

Y si quieres que te diga qué hay que hacer,
te diré que apuestes por mi derrota.

jueves, 4 de abril de 2013

Comenzó todo cuando creían que no quedaba nada.

Llevaba muchos años sin llover y ya nadie se acordaba de algo que no fuera toda esa tierra agrietada y seca y del agua racionada que compraban a cambio de armamento a otras ciudades. Todos podían definirlo, describirlo tan, tan fielmente que la imagen y las sensaciones se te grababan detrás de los párpados. El calor, seco, duro, un viejo amigo que funcionaba de manta por las noches, lo quisieras o no. Las nubes de polvo más allá de la ciudad, y el ruido que hacían las zapatillas sobre un asfalto siempre caliente. La aridez en las gargantas, el medidor de agua en todas y cada una de las casas. Las miradas desesperadas al azul eterno, abierto, enorme, del cielo que nunca se cubría. Nunca, nunca.

Sólo había una persona que se acordaba bien, una persona que seguía hablando del agua desprendiéndose de las nubes hacia abajo, hacia el suelo. Sólo había una persona que sabía lo que era el plop sobre las aceras, el plic sobre los cristales. Si quería, hasta te contaba lo que era el correr de un río. Si lo pillabas nostálgico, nostálgico de verdad, que hasta se le empañaba el iris, te hablaba del mar. Xerxes Eidos había visto el mar y decía que aún lo oía. Pero nunca hablaba de la lluvia sobre la piel porque al resto le dolía el estómago. Era una sensación rara, aquél dolor de estómago. Como echar de menos la caricia de una madre a la que no recuerdas, como una promesa al viento que nadie iba a escuchar. Algún día saldremos de aquí.

Annie tenía la piel bronceada porque se había pasado la vida al sol, tirada en cualquier vía abandonada, fumando como si no hubiera mañana. Annie era rubia por lo mismo, Annie se reía con dientes blancos y unos labios finos y tirantes. Annie era el Sol, era la sequía misma, quemada por el acero y porque no la quería nadie. Una anguila de ojos pardos y pecas infinitas, caminos que se retorcían, que se retorcían, que se retorcían. Annie tenía una risa que sonaba a ramita seca que se partía en mil millones de pedazos. Decían que para ella no habría nunca un mañana.

Annie siempre quería que Xerxes le hablara de la lluvia, y después se retorcía de la risa y le decía, con aquella voz ácida y ronca, que tienes el corazón seco de verdad, eh, Xerxs.

Isaac y Pandora meneaban la cabeza y seguían pensando en irse de la ciudad los cuatro. Su promesa no se la llevaba el viento. Xerxes y Annie, que eran arena y huellas de un océano, pensaban que lo habían grabado en algún pergamino y lo habían vendido a algún diablo nocturno.

Pero entonces llegó el día cuatro y todos se acordaron de la promesa, y del sol en el puente de la nariz de Annie. Hacía calor, pero era diferente. No era el viejo compañero de cama de Pandora, era otro. Uno que se colaba por debajo de las vendas de Isaac. Un calor pegajoso, que no rascaba la garganta. Algo pasaba. Era lunes.

Las nubes eran negras. Negras como los ojos de Pandora, como las zapatillas de Xerx, como el mismo azabache aunque nadie sabía qué cojones era el azabache. No había vías pasando por encima de la azotea pero Annie se había tumbado sobre el suelo polvoriento y punto, porque ella misma era polvo y le daba igual.

Se reía como una loca y les chillaba a las nubes, como una niña.
Estaba colocada, pero Isaac estaba ocupado mirando hacia arriba
y no se dio cuenta.

La lluvia estalló y Xerxes no lloró de alegría porque no sabía. La lluvia estalló e Isaac miraba a todos los horizontes con todos sus sueños bajo la piel. La lluvia estalló y Annie se había quedado muda, casi brillante como un pequeño Sol, empapada y toda pestañeos, preciosa como no había estado sobre ningún raíl abandonado. La lluvia estalló y Pandora Flowers estaba de pie justo al borde, mirando al cielo. El agua le mojaba los rizos y los ojos los tenía negro nube. Era una una mirada terrible. Y lo que llevaba entre las manos era
¿una caja?

sábado, 30 de marzo de 2013

(nobody said it was easy.) (nobody said it was imposible.)

Hay un momento en la vida de todo hombre (y leamos por hombre cualquier clase de personificación antropomórfica, ya sea varón, mujer, un par de gemelos que responden a Ciro y Andreas o a Belcebú y Lucifer, una pelirroja que aspira a persona normal o a persona a secas, o una especie de chico que mide uno sesenta y tiene por cerebro un pez de colores) que uno empieza a preguntarse una serie de cosas.

Puede que el momento sea ahora, que son las cinco de la mañana y dormir ha pasado de ser imposible a ser para cobardes y que le pica la cicatriz a la altura del codo. Ahora que se le ha fundido el flexo, no le quedan donuts y está cansado de preguntarle a la oscuridad si hay alguien ahí y que no le contesten ni las musarañas.

La luz de la pantalla del ordenador se desparrama sobre los azules de los vaqueros. Podría estar viendo porno de caracoles, o porno normal. O fotos de estrellas de mar. O alguna clase de peli que sobrepasa la imaginación perturbada de cualquier guionista de pelo graso y tres gramos de cocaína dentro. Todo puede ser, pero el caso es que tiene el radiocasette encendido y el altavoz del ordenador apagado, por si las moscas o por si los pocos fantasmas que caben en un piso tan pequeño y tan vacío se acercan a su puerta cerrada. Que prefiere que se crean que está escuchando ABBA.

Se empieza cuando uno intenta aclararse. O la gente no cambia o dar oportunidades, una detrás de otra, no es peor idea que dejar de darlas. Igual las dos cosas son igual de horribles, pero el vicio le empezó con la mano abierta que le tendía un hermano mayor que ya le odiaba después de empujarlo contra el ancla. Quizás sea un vicio de los bonitos, casi, no como el cenicero a rebosar y la espiral de humo haciendo daño a la calma hueca que quería reinar antes de que se rebelara Lucky Strike.

Como por ahí no sirve, casi le sale mejor decidir si está en paz consigo mismo. Pues oye, va a ser que sí, que así el efecto a su alrededor es el mismo pero él duerme un par de horas más y mejor.

Las amenazas son pequeñas fuera porque él es pequeñito y un personaje secundario.
¿Las amenazas fuera?
¿Entonces las amenazas están dentro?

El momento en el que decides que el enemigo (el mayor enemigo) eres tú mismo no es ahora, es con la primera peli de acción que ves, o con Star Wars.

La cosa no es que el enemigo seas tú. El quid de la cuestión es
¿importa?

Ah.
No.

-Pues entonces, al fin y al cabo, no se está tan mal.

(Ésta es la respuesta, lo sepa o no, de Xerxes Eidos a la pregunta ¿eres feliz? Ésta y no volver a abrile la puerta a ningún representante de ninguna clase de Salvación Eterna.)

Fuera, el desierto se extiende hacia todas partes, y la lluvia nunca llega. Comer metáforas y tristeza es mala idea para todos pero nadie quiere ser peor que los demás. A él no le duelen las heridas porque ya no hay agua marina con la que sanarlas. Él sonríe, porque siempre sonríe, y cuando la oscuridad responda no hay nadie aquí, él dirá bueno, y qué.

jueves, 14 de marzo de 2013

y al fin y al cabo, qué mas daba.

Había tenido diecisiete años en algún momento. No sabía exactamente cuándo, porque se había estancado en los quince unos dos años, y luego había saltado a... No, en realidad no. Se había estancado en los quince y se había quedado ahí mucho tiempo.

Sus diecisiete, entonces, brillaron por su ausencia. Como los dieciséis y los dieciocho. De tener diecinueve había sido más consciente, ves, porque eran diez-y-nueve y era alguna clase de broma personal suya, de sonrisa retorcida y cicatrices aún frescas. Pero a los diecinueve eran tan caótico como siempre, así que nunca importó.

La gracia estaba en que era un cabrón profesional que una vez tuvo diecisiete años. Fueron un brillo de nada, un destello de hojalata vacía, una carrera descendente hacia el estrellato estrellado que fueron sus dieciocho años. Duró un segundo, y él jura que fue el peor de su vida. Después, dejó a su novia y se largó a otro continente. A sacarse el doctorado en Cabronismo, supone todo el mundo. Él dice que es porque le había gustado el culo de Dave (aunque luego hubo que pegarle un tiro).

La gracia está en que tuvo diecisiete años cuando ya había cumplido uno más.

Y como era un puto cabrón que bebía té y se quejaba de que supiera a alquitrán, como era un puto cabrón que se reía de ti desde tu propia cabeza, como era un puto cabrón que no tenía un plan establecido y no seguía el de nadie, como era un puto cabrón que sólo. Quería. Que le dejasen. En paz, cumplió veintiuno el septiembre del año que cumplía veinte.

Y fue exactamente igual que cuando cumplió diecisiete. Fuegos artificiales vacíos, un nanosegundo de vértigo, raíles que no llevaban a ninguna parte. Y él, destrozado, la boca llena de sangre (una muela menos), los pies doloridos (pero los dedos, los de siempre), el culo apoyado en una silla incómoda (agujetas, seguro) y la misma sonrisa demasiado alargada de siempre (que gritaba no te fíes de mí, pero a la que nadie hacía caso). Menudo recibimiento de mierda. Pero ahí que estaba él, en la sala de interrogatorios más cutre, con su camiseta más horrorosa y un agujero en el vaquero, a la altura de la rodilla. Le molestaba una costilla, pero había conocido a alguien que pegaba más fuerte. No le dolería la cabeza si no lo hubiese comentado en voz alta.

-Si os creéis que soy a quién queréis, sois los putos peores investigadores que he conocido en mi puta vida.

Ese día sonrió a la muerte y salió venciendo, como siempre. Él decía que era un superpoder, Colin opinaba que no era más que un cabrón con suerte. Al fin y al cabo, venía a ser lo mismo. Nadie fue a salvarlo esa noche, pero eso fue porque no lo necesitaba.

Y ahí estaba la gracia. ¡Tachán! Ha llegado a su destino, el fondo. Y era exactamente igual que la superficie. Todos le necesitaban, y él, por no necesitar, no se necesitaba ni a sí mismo. Nadie a quién enfrentarse, nadie que le reprochara nada. Nadie que lo salvara.

Y lo peor de todo era que el muy gilipollas tenía un segundo nombre que significaba esperanza.

martes, 5 de marzo de 2013

(everybody's smoked)


There's beasts
And there's men
And there's something on this Earth
That comes back again
 
Lo habían llamado de mil maneras pero no creía en los nombres. Hacía poco que había empezado a creer en las palabras. Y ni siquiera eran todas.

Estaba hecho de fuego y era un poco triste que fuera cierto. Hubiera ardido cada vez  que alguien encendía una cerilla. Cazaba mentiras como quien cazaba luciérnagas. Las tenía todas guardadas en un viejo bote de mermelada de moras. Siempre había sitio para un par mas.

(No creía en las luciérnagas.
Se parecían a los mosquitos.)

Ardería hasta el final, pero no creía en los grandes propósitos. No creía en los héroes. Pero tenía unos cuantos parches que podrían haber contado una buena historia. Pero es que él no era interesante. No lo había sido nunca, hombros de pájaro y demasiados rizos azabache. Seguía sin saber de qué color tenía los ojos, pero creía en las estrellas y tenía su propio universo en los brazos. 

(No creía en los finales.
No creía en la muerte.
Porque nunca llegas a verla.

No era un descreído.
Pero no creía en nada.)

No dolía. Quemaba, hacia dentro. Carbonizaba, hacia fuera. Le brillaba el sarcasmo en las pupilas. Pillaba las bromas de Louie a la primera. Cuentan que una vez Sunday le salvó la vida. Él se la salvó a ella cinco. El cinco era el único número en el que se podía creer.

Bailaba sobre las brasas.

No creía en la música. Llevaba una bala colgando del cuello. El amor era como los accidentes graves. Sólo les pasaba a los demás. Mejor. Pero se podía tocar. Mejor todavía.

(No creía en Dios.
Porque todo ardía.)

La noche en que se quedaron atrapados con el frío quemó el diccionario que Jeff arrastraba a todas partes. Porque los libros ardían mal pero no se podía creer en los diccionarios, porque las palabras no se explican con palabras.

(No creía en los aves fénix.
Y eso que decían que era uno.)

Había tenido un pasado, de eso estaban seguros. Tal vez no lo supiera nadie. O tal vez sí, porque el borde derecho de la sonrisa de Sunday Boss era muy listo. Pero él no era interesante. No lo había sido nunca, nudillos grandes, ceño fruncido. Seguía sin saber de qué color tenía la mente, pero creía en el azul oscuro. No era interesante. Si le hubieran dejado incendiar el mundo, se hubiera quedado a mirar.

(No creía en las Grandes Hazañas.
Pero podía escuchar una Gran Historia.)

Pirómano. Lo había perdido todo y hubiera quemado el resto. No lloraba a sus muertos, porque ya no estaban y ya no existían. Decían que era imbécil. No sabía escribir. Decían que era muy listo. Pero nunca dijeron que fuera interesante. Nunca fue el suyo un cuento que quisiera ser contado.

Y sin embargo, era el mejor de todos.


Well you can't say (you can't say)
That my soul has died away (yay-yay-yay-yeah)

martes, 19 de febrero de 2013

Primer movimiento

didascalia
(1.f. Enseñanza, instrucción.)



Zumbido. La cámara sólo muestra ruido. Poco a poco se va enfocando. Son cinco. Ella lleva la falda muy corta, los labios maquillados. Verde flúor. Rizos atardecer furioso. Él, pantalón largo, hombro tatuado, no sonríe. Nube de humo, de la boca verde a la cara contraída. Clamor calmo de tormenta ácida en el aire. Colina vieja, césped amarillo. Alfombrado de botellas rotas, deshechos metálicos y jeringuillas vacías. Descapotable robado. Humo sobre el rostro de Él. Tirabuzones naranjas girándose hacia la derecha. Tres ríen en el asiento de atrás. Zumbido, la imagen se pierde un segundo. Él está enfadado, Ella se ríe, Dos corean las carcajadas. Crescendo de gritos de avispas. Medianoche de malos augurios. Zumbido. Movimiento tenue de Uno. Mirada directa por encima de los hombros, negra pupila que se dilata. Reconocimiento. Afirmativo. Zumbido. Fin de la conexión. 

miércoles, 13 de febrero de 2013

Te voy a doler.

Había llegado envuelta en sombras y vestida de negro porque era la forma más glamourosa y terrible que se le había ocurrido aquella misma mañana, entre sorbo y sorbo de café solo. Había llegado pisando fuerte y el eco de sus tacones había resonado en un pasillo demasiado angosto. Llevaba tacones altos, ella. Y andaba sin pausa, pero sin prisa. Nunca tenía prisa. Siempre la esperaban.

El mundo entero la esperaba.

Era todos los pasos en falso que llevaban a las peores consecuencias. Bailaba sobre el dolor. Entendía de fantasmas mejor que nadie, porque ella misma estaba a medio dibujar. Siempre lo estuvo. Buscaba secretos entre las grietas de la gente y los encontraba. Era la peor niña mimada de todas, una bomba a la que aún le quedaba por estallar. Hubiera estallado una y mil veces. Algunos contaban que ya había estallado en pedazos había mucho tiempo. Algunos decían que aquello era lo que quedaba.

Dylan temía que no fuera verdad.

Dylan tenía razón.

Llegó a media tarde y ni siquiera saludó. Tenía el pelo negro como el tizón, y los ojos que devolvían frío a las miradas curiosas eran hielo. Se lavó la sangre de las manos sin pronunciar palabra, mientras se preguntaba quién demonios había limpiado aquel baño y por qué se creía que aquello era limpiar. No sonreía. Tardaron mucho en verla sonreír. Tenía parte del corazón en otro sitio. La otra mitad estaba congelada. Entendía de medias tintas y sabía disolverlas. Sacaba de quicio a cualquiera sólo porque le divertía. Había matado a alguien antes de llegar y nadie se atrevió a hacerle preguntas.

La última medida desesperada de la Central se secó las manos y a Delilah le entró frío nada más sentir sus ojos. Hubo un momento en el que nadie respiró, salvo ella. A veces le pasaba. Todos tenían un poco de miedo. La última medida desesperada de la Central iba a dolerles. Todos lo sabían. Ella lo sabía. Se oyó un carraspe, el mundo intentó volver a destensarse. Louie se levantó, todo cicatrices sonrientes y ojos burlones, a ofrecerle un café y un beso en la mejilla. ¿Se conocían? Se conocían.

-Hace mucho que no nos veíamos, Snooks. 

sábado, 2 de febrero de 2013

¿Un consejo?

Esquivaba el acero de su mirada ocultándolo tras una cortina de humo. Literalmente, porque nunca paraba de fumar. Normalmente eran cigarros. Otras veces no podía más.

No se miraba al espejo porque nunca se enfrentaría a sí mismo. Los ojos eran azules y no se peinaba ni aunque fuera bajo amenaza. Tenía la nariz rota y la sonrisa torcida, pero eso eran historias viejas y las tenía guardadas en un cajón.

Cicatrices en la cara, le alargaban la sonrisa. Eran dos, simétricas y tétricas. A él no le daban miedo. Decían que también le faltaba un dedo. Pero ésa parecía otra vieja historia.

Era inestable. No decía la verdad, pero era sincero. Dos caras de una misma moneda y, cuando quería, el canto también. Tocaba la guitarra. Nadie se fiaba de él y él sabía los secretos de todos. Todo el mundo le debía un favor. Lo sabía. Lo sabía todo.

Se metía en tu cabeza. Tanto si ibas prevenido como si no. La precaución no le llegaba a la suela de los zapatos.

(iba descalzo)

Para no ser nadie, se le daba bien destacar. Para ser alguien, se le daba bien disimular. Era imbécil. Nadie sabía nada de él. Una vez le ofreció un consejo, acompañando al cigarro. Eran las cinco de la mañana, faltaba media hora para que a ella le apeteciera un café. La invitó a eso también. Sin azúcar. Él bebía té. Dijo que sabía alquitrán.

-No confíes en mí, Delilah. -Le susurró, justo cuando se acababa la quinta campanada del reloj del ayuntamiento y ella se encendía el cigarrillo.

Todo el mundo le llamaba Louie. A Delilah siempre le pareció que Caos quedaba mucho mejor.


(sólo venía a decir que he vuelto. Hola. Soy An.)