La chica que vendió el color de su pelo ya no sabe bailar tangos y ayer arregló la sinfonola del bar que hay entre la librería a la que le gusta ir a Mireille y el cementerio de muñecos que Rasputín no pudo arreglar. Ahora el cuaderno no está y se le agolpan unas lágrimas que no tiene mientras revuelve entre sus escasas posesiones -tres pinceles que a lo mejor son más viejos que su abuelo, esté donde esté, un bote de pintura roja, un par de libros descoloridos y ajados (el de poesía siempre finge no haberlo leído nunca, el otro estaba ahí cuando llegó) y algo de su ropa minúscula y siempre demasiado fina- porque la chica que vendió el color de su pelo acaba de romper el contrato más importante de su vida (y el único que ha tenido). Si cierra los ojos puede percibir por el rabillo su imagen, pero se le acumulan otras, la de los ojos casi marrones de un camarero que le dio la sensación que se reía de ella, la del chico de la espalda ancha que tanto le sonaba pegado a un pinball. Pierde la concentración y su antiguo yo se alegra de que por lo menos ahora estén asustadas por un motivo.
Podría llamar a Ras. Podría llamar al viejo St para que se riera de ella con ganas y su risa aún crepitara más a través del auricular del teléfono prehistórico del descansillo. Podría intentar que su vecina le tirara las cartas.
Los dedos de Dédalo -una insultante mezcla de piel y hueso, como garfios y sólo enguantados los impares- se aferran a su cuello como si ya supieran qué va a pasar ahora. ¿Está asustada, la chica que vendió el color de su pelo?
A pesar de todo, me encantan las manos de Dédalo.
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